Se justifica realzar una fecha cuando se trata de redimensionar prioridades. En México la lectura es menospreciada injustamente en parte porque no se entiende que es un instrumento poderosísimo para enfrentar la vida, un bálsamo milagroso para males de todo tipo.
El autoritarismo no nos heredó un país de idiotas, pero sí de analfabetas funcionales (aquellos que sabiendo leer no lo hacen). Aunque las cifras son escasas y muy poco confiables lo que sabemos es para desalentar a cualquiera. En 1996 se publicaron en México 6,183 nuevos títulos, en España 46,330 y en Gran Bretaña 107 mil. De acuerdo a la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem), cada mexicano lee, en promedio, un libro al año. Ante ese panorama se generaliza la opinión de que, si deseamos brincar a un estadio de desarrollo superior, tenemos que revertir esas cifras. Los esfuerzos en esa dirección se han ido multiplicando y diversificando. Además de iniciativas individuales como los de Germán Dehesa que a la menor provocación y en todos los foros imaginables va promoviendo la lectura, estaría, por supuesto, el ambicioso programa “Hacia un país de lectores” impulsado por Sari Bermúdez, Directora del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Simultáneamente, las bibliotecas han ido creciendo -aunque con bastante lentitud-y se complementan con el internet, ese extraordinario auxiliar de la cultura.
Estaría luego una referencia permanente a los libros en los medios impresos. Esa abundancia, sin embargo, no necesariamente se traduce en calidad. Lo más común de las reseñas son los halagos injustificados y la superficialidad. Coincido con Gabriel Zaid cuando escribe que “en las páginas culturales no abundan los artículos inteligentes y bien escritos de un autor que ha leído a otro, que sabe de lo que está hablando y opina con sinceridad” (“Organizados para no leer”, Letras Libres, mayo 2002). El panorama descrito me permite aprovechar que este miércoles 23 se conmemora el “Día mundial del libro y del derecho de autor”. La fecha viene de que en 1995 la UNESCO decidió conmemorar a la lectura y a quien la hace posible en el aniversario de la desaparición de Cervantes y Shakespeare; ambos fallecieron el 23 de abril de 1616. Parto de la pregunta: ¿cómo lograr que se lea más? Tal vez la solución -o más bien parte de la solución— esté en “desintelectualizar” al libro un poco y resaltar la utilidad que tiene el conocimiento atesorado en libros, revistas, periódicos. Cualquier momento, ocasión, problema de la vida diaria se facilita con las respuestas que hay en el conocimiento acumulado durante miles de años. Para que el libro sirva, el lector debe tener razonablemente claro lo que está buscando: Información, placer estético, formas para salir de la depresión, etcétera. Las motivaciones son tan diversas como la condición humana pero cuando se identifica la demanda hay que localizar la oferta ante lo cual procede una distinción fundamental.
No todos los libros son iguales. Algunos son simples manojos de hojas manchadas de letras, palabras y párrafos que nunca debieron salir del ámbito privado y la imprenta. Hay otros con excelente fondo que incurren en lo que debería ser otro pecado capital: Son aburridos. La solución radica en aquellos autores que tienen el don de mezclar información, ideas y elegancia en el lenguaje. Cuando el fondo y la forma se utilizan como criba aparecen los autores que merecen ser leídos.
Ejemplifico con un par de muestras a partir de un interés en la orientación sobre el rumbo que tomará el siglo XXI. Una primera forma de abordar tan monumental pregunta es la distribución del poder político. Para iniciar camino, la fórmula más acertada es recurrir a la historia, porque para entender el presente no hay nada como voltear hacia el pasado y, en particular, hacia el siglo anterior. Y en ese terreno no existe un historiador vivo más erudito, sofisticado e imaginativo que Eric Hosbawm. Nacido en Alejandría de padre inglés y madre vienesa, fue criado en Viena y Berlín para luego emigrar a Inglaterra a los dieciséis años. Desde sus cubículos en la Universidad de Cambridge y la New School de Nueva York fluyeron libros memorables de este intelectual que, pese a tener un compromiso político, jamás capituló en su lealtad al rigor académico y a la belleza del lenguaje. Hosbawm es quien captura con mayor maestría los grandes trazos de la historia del siglo XX y, afortunadamente, la mayor parte de su obra ha sido traducida al español lo que permite su acceso.
Ora forma de pensar el futuro es moviéndose hacia las “noticias de la mente”, esas transformaciones en la mente humana que luego repercuten en la economía, la política y la cultura de las sociedades. Para quienes crecimos en la cultura machista, enfrentar el siglo XXI exige comprender lo que pasó en los movimientos encabezados por mujeres en busca de la equidad. Incursionando en esa pradera resulta fascinante la forma en que, como sintetiza Martha Lamas, las feministas pasaron de la “protesta a la propuesta”. El quiebre es un parteaguas de la historia moderna. Para los mexicanos, una lectura indispensable es el libro de Marina Castañeda, El machismo invisible, (Raya en el Agua y Grijalbo, 2002). Ágil y accesible para cualquier lector obliga a pensar la vida diaria de una manera diferente. No se queda en la discusión de las expresiones más burdas del machismo, el maltrato físico o el abuso verbal. Marina demuestra con amenidad su costo psicológico y económico y responde a muchas preguntas relevantes. Entre otras, ¿Cuál es el significado real de la falta de comunicación en los hombres? ¿Por qué tantas mujeres todavía le temen a sus esposos y por qué les ocultan tantas cosas importantes? Es posible seguir estableciendo correlaciones entre preguntas de lectores y respuestas de autores.
Si de lo que se trata es de entender la lógica de un asesino en serie hay que buscar lo escrito por Park Dietz, especialista en monstruosidades y aberraciones humanas. Si lo que se quiere es ahuyentar la depresión causada por alguna tensión asociada al surrealismo mexicano, la respuesta está en la obra de Jorge Ibargüengoitia, maestro en la ironía fina que desmonta la solemnidad de las y los mexicanos. La conclusión es obvia: Para que exista respuesta tiene que haber pregunta y cuando armonizan las dos viene la comunión entre lector y autor. Por si todo lo anterior no bastara para convencer a quienes siguen leyendo este elogio a la lectura, hay una razón adicional.
Pese a lo poco que se lee en México, la novena encuesta anual sobre “Consumo cultural y medios” de un diario capitalino nos dice que al 52 por ciento de los mexicanos le gustaría escribir un libro. Formidable pero quien decida incursionar en esa aventura tiene que leer en busca de ideas, placer, soluciones, métodos, estilos. Hay de todo cuando se aventura uno por los universos de la lectura.
La miscelánea
Hay libros tratados injustamente. La primera novela de Guillermo Barba, Juan Sin Sueño, (Hoja Casa Editorial, 2002), no recibió ni la difusión ni la distribución que se merecía. Eso tiene que ver con problemas asociados a la economía de la industria editorial, número de librerías por habitante, políticas de descuento, etcétera. Asuntos todos que merecen una discusión aparte. Comentarios: Fax (5) 683 93 75; e-mail: sergioaguayo@infosel.net.mx