Con las elecciones de hoy no sólo se está jugando una buena porción del poder político del país. También nos estamos jugando los sentimientos de la Nación con respecto a este juguete que llamamos comicios. En muchos ámbitos de la opinión pública hay una especie de desencanto con respecto a las elecciones. Se critica el costo innecesario, los perjuicios ecológicos y psicológicos de la propaganda política, la pobreza de partidos y candidatos. Antes no tenía caso ir a votar porque de cualquier manera ganaba el PRI; ahora muchos piensan que tampoco tiene caso porque da lo mismo gane quien gane. Pareciera que luego de la borrachera democrática que representó el triunfo de la alternancia, se ha instalado ya la cruda que dejan las imperfecciones de los procesos electorales. El año 2000 dejó la sensación tan embriagadora como novedosa entre los mexicanos de saber que el simple voto era suficiente para cambiar el poder. Tres años más tarde nos damos cuenta que esa explosión de soberanía no ha cambiado la vida cotidiana de la mayor parte de la población. Repentinamente los comicios han perdido glamour; pareciera que ahora sólo vemos sus defectos. Cuidado: esa ruta puede ser un camino al pasado o a futuros aún más oscuros.
En efecto las elecciones en México son unas de las más caras en el mundo. Según una nota aparecida en diarios y noticieros hace unos días, el Gobierno se gasta siete dólares por elector; en Estados Unidos, Chile, Brasil y Argentina no llega a un dólar y en Francia a cuatro. Seguramente podríamos hacer un gasto más eficiente, particularmente haciendo campañas más cortas. Pero debemos cuidarnos de montar una Santa Inquisición en contra del gasto electoral. ¿Por qué? Porque en otros países se tiene una larga tradición democrática de la cual nosotros carecemos. En los últimos diez años hemos tenido que “quemar etapas” que en otros países ha tomado varias décadas completar. No sólo me refiero a toda la infraestructura que no teníamos (antes el aparato electoral dependía de la Secretaría de Gobernación) también al enorme esfuerzo que ha llevado construir un padrón electoral creíble y una actitud respetuosa por parte del gobernante. La gran tarea de estos años, incompleta aún, ha sido generar una cultura popular a favor de la democracia. Y eso cuesta.
La velocidad del cambio en materia de procesos electorales en México es vertiginosa comparada, por ejemplo, con los países del este de Europa cuya apertura coincide más o menos cronológicamente con la nuestra (fines de los años ochenta). Todavía hoy en Rusia las elecciones están plagadas de irregularidades burdas y desconfianzas que nosotros hemos dejado atrás (pese al largo camino que aún nos falta por recorrer).
Otro punto a considerar es el tema de los subsidios a los partidos. En Estados Unidos y en otros países no existe tal cosa. Nosotros escogimos este modelo y eso significa una transferencia de 461 millones de dólares a los partidos políticos sólo en este año, con cargo a todos los contribuyentes. Estoy de acuerdo que es una cifra dura de digerir cuando nos damos cuenta de la calidad moral de algunos partidos destinatarios del dinero que nos pertenece a todos.
Sin embargo, por imperfecto que nos parezca, es el modelo pertinente al menos por el momento. En Estados Unidos son los individuos y las empresas quienes financian las campañas políticas de los partidos. Al final gana el candidato que recaude más dinero (o dicho de otra manera: el que haga mejores promesas a las grandes empresas donantes). En los países que optan por ese modelo, hay un enorme cuestionamiento porque en la práctica los gobernantes terminan por devolver los favores a sus mecenas.
En México un esquema de esa naturaleza sería desastroso. No está extendida entre la población la cultura del donativo a una causa política. Y desde luego no se puede financiar con rifas de auto una campaña de televisión nacional necesaria para ganar unas elecciones. Lo que sí tenemos en México es una desigualdad económica abismal, que provocaría que la decisión de unos cuantos millonarios de apoyar a uno u otro candidato decidiera el resultado de los comicios. En suma, sin el subsidio por parte del Estado los partidos políticos carecerían de los recursos para dar a conocer a sus candidatos, ya no digamos ganar los votos, a menos que se entregaran en brazos de algunas grandes compañías interesadas en escoger gobernantes a su servicio.
Por eso es que nuestras elecciones son costosas. Pero aún es más dañina cualquier alternativa. Quizá con el tiempo, a medida que se fortalezca la relación de los partidos con sus clientelas sociales y mejore su capacidad de recaudación, el esquema de subsidio podría recortarse. Podríamos transitar paulatinamente a esquemas intermedios.
Valdría la pena hacer una revisión a fondo de la eficiencia de nuestros procesos electorales tan pronto terminen estos comicios intermedios. Convendría recortar los días de campaña, impedir los excesos de la propaganda que tapiza postes y árboles, hacer más rigurosos los requisitos para otorgar y monitorear el subsidio, etcétera. Pero es muy importante que no emprendamos una cacería de brujas que lleve a dar palos de ciego en contra del enorme esfuerzo electoral que México ha realizado. Quitemos los negros del arroz, pero no tiremos el guiso por la ventana. No es un mal guiso y eso podremos constatarlo a lo largo de toda esta semana. (jzepeda52@aol.com)