La incapacidad que más afecta a los pobres es la nuestra: no sabemos admirarlos. Las buenas intenciones caritativas se conmueven al ver sus incapacidades y, concentrándose en lo negativo. ayudan a que se vuelva permanente. No miran lo que deberían admirar: sus capacidades.
Se comprende, porque ver la pobreza (y, más aún, la miseria) puede ser aplastante, Ante un tendajo raquítico en un pueblo polvoriento, o un tejedor de canastas que tiene ingresos y recursos ínfimos; ante unos niños mal alimentados, una enfermedad fácilmente curable y no atendida, una escolaridad inexistente; ante una propiedad que se pierde por no saber de trámites o no tener con qué pagarlos, ante el caciquismo y las trapacerías de los que pueden más. Todo parece irremediable.
Ya no se diga ante una persona maltratada, violada, pervertida por el alcohol, las drogas, los crímenes, las deudas, los traficantes, la policía.
Se oye entre buenas personas (que ni cuenta se dan de la barbaridad que están diciendo), una horrible condolencia por la familia que ha perdido una hija, raptada por traficantes de blancas: “‘Ya mejor que ni la encuentren”. Actitud despiadada que se expresa también en los buenos sentimientos asesinos de las brigadas que matan a los niños de la calle, perros y gatos callejeros, para borrar de la realidad lo que les parece insoportable, para no dejar a la vista más que el bello mundo como debería ser.
La actitud despiadada se da hasta en situaciones poco dramáticas, que se cuentan como chistosas. Un banquero famoso, de visita en una institución educativa, es abordado por un profesor que le pide una cita. Lo recibe, después de saber que es para inversiones y cuando ve que no se trata del patrimonio de la institución, sino de sus ahorros personales, le pregunta: “Y, ¿de cuánto estamos hablando, profesor?” Cinco centavos. Hace una larga pausa, lo ve paternalmente, se levanta, le da unas palmaditas en el hombro y le presenta su mejor plan financiero. “Gásteselos, profesor”. (Caso real.)
Quizá el mayor problema para el desarrollo está en que no sabemos admirar los sueños de cinco centavos. Cuando se cree que nada puede salir de una persona sin recursos, sin empleo, sin escolaridad, ya no se diga dañada por la vida o con malos antecedentes, no puede haber desarrollo, porque el énfasis negativo bloquea los sueños de una vida mejor. Impide ver lo más notable de todo: la esperanza terca, que aflora una y otra vez en las condiciones más difíciles. Hace dos mil quinientos años, un hombre fracasado, lleno de enfermedades, mal visto por su familia y sus amigos, que clama a Dios y siente que hasta Dios está en su contra, dice, a pesar de todo, en el libro de Job (14, 7): “Una esperanza guarda el árbol: aun si es cortado, puede retoñar. Hasta con las raíces secas y un tronco por los suelos, en cuanto siente el agua, revive y echa ramas como una planta joven”.
La esperanza parece constitutiva de la vida humana. No se puede vivir sin proyectos, la esperanza terca es el último capital de los pobres. A lo cual se suman otros capitales, desdeñados por nuestra incapacidad. Los pobres saben muchas cosas. ¿Quiénes inventaron la cocina, la ropa, las canciones, el arado, la rueda, la metalurgia? Pueblos pobrísimos, con un PIB por habitante absolutamente ridículo. Todavía hoy, un ingeniero novato (que no haya perdido el sentido común estudiando admirables soluciones de pizarrón), cuando llega por primera vez al campo, a la fábrica, se da cuenta de las infinitas cosas que saben los campesinos y los obreros de escasa o nula escolaridad que él no sabia. Los pobres, además, tienen recursos (propiedades, herramientas, ahorros, amarchantamientos, relaciones), aunque nos parezcan nada. Y tienen sus propios proyectos, aunque nos parezcan despreciables.
Lo que no tienen (y les hace un daño inmenso) es alguien con mayores recursos que crea en eso. La palabra creer viene de credere en latín. Del mismo origen son las palabras crédito y acreedor (o sea creedor: el que cree en otro). La esencia del crédito no está en prestar dinero, sino en creer en los proyectos de los otros, admirarlos, ver que tienen sentido y pueden salir bien. Desgraciadamente, los sueños faraónicos, los elefantes blancos y hasta los grandes planes fraudulentos que hunden al país encuentran más admiradores que los proyectos de cinco centavos. Una y mil veces. la esperanza terca se queda esperando el crédito que merece, porque no sabemos admirar.