“El extremo occidente”. Así nombró a la América Latina el historiador y diplomático francés Alain Rouquié, después de que el también diplomático e historiador mexicano Daniel Cossío Villegas hablase en un libro célebre de los “extremos de América”.
¿Y qué significa lo “extremo”? Lo más avanzado en cualquier dirección, dice el Diccionario Oxford de la lengua inglesa. Y aún más preciso y generoso, nuestro Diccionario de la Real Academia española da a la palabra la doble virtud de ser no sólo fin, sino también principio.
Si aplicamos estas definiciones a los enunciados de Rouquié y Cossío Villegas, podemos pensar que si la América Latina es extremo de Europa, Europa, a su vez, es extremo de América Latina.
¿Por qué? Porque del encuentro de los mundos europeo e indígena a partir de 1492, así como del arribo de la negritud a América poco más tarde, nació una corriente de influencias y reconocimientos mutuos que fluye del Mediterráneo al Caribe, trayendo a nuestras costas las civilizaciones del sur de Europa pero llevando de regreso al Mediterráneo las civilizaciones del centro y sur de América.
¿Choque de civilizaciones? ¿Encuentro catastrófico? No, nos dice María Zambrano, no si del choque nace algo que lo trasciende. Y del choque de las civilizaciones antiguas de América y las civilizaciones de la Europa meridional nacimos todos nosotros.
¿Cómo nos instalamos en el mundo? Esta pregunta que cada uno se hace individualmente, es asimismo una cuestión colectiva. Karl Jaspers llega a decir que la libertad en el mundo sólo se realiza en comunidad. Reunidos aquí europeos y latinoamericanos, superados, por una parte, los lastres del eurocentrismo y, por la otra, las estrecheces del nacionalismo latinoamericano -(“Como México no hay dos”, Chile es “la copia feliz del Edén”, “Dios es brasileño” y los argentinos, cuando ven un relámpago en el cielo, creen que Dios los está fotografiando, etc.)-superados, digo estos extremos que también tienen sus equivalentes en cada país de Europa, europeos y latinoamericanos nos reconocemos en la sabiduría latina de Terencio: “Nada humano me es ajeno” y en la sabiduría latinoamericana de Alfonso Reyes: “Seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales”.
Identidad y diversidad.
La cuestión de la identidad ha desvelado a europeos y a latinoamericanos. A nosotros, porque desde que alcanzamos la Independencia a principios del siglo XIX hasta que llegamos a la interdependencia a fines del siglo XX, nos hemos cuestionado acerca de la identidad latinoamericana y nuestra inserción identitaria en la modernidad.
De Sarmiento a Paz, el debate no fue estéril. Nos permitió asumir nuestra herencia pluricultural. Descendemos de las culturas europeas, indígenas y africanas para identificarnos como mestizos en un mundo de trasiegos tales de migración laboral, flujos productivos y alcances de la comunicación, que la multiculturalidad mestiza se ha vuelto sinónimo de la modernidad tan anhelada por los latinoamericanos.
Pero Europa a la vez, ha perdido su hubris ancestral golpeada por los horrores históricos de las dos guerras mundiales, el holocausto, los totalitarismos y el ocaso de los imperios coloniales. La experiencia del mal llevó a Europa a renovar las fuentes del bien en el espíritu de la cooperación que, nacida modestamente en la Comunidad Económica del Carbón y el Acero de 1952, es hoy, con plena fuerza, una comunidad con 500 millones de habitantes, un ingreso per cápita medio de 23,000 euros anuales y un volumen de producción de 8,812.4 miles de millones de euros.
Hoy, la nueva Europa -la nueva, subrayo- pone por delante los temas del medio ambiente y los derechos humanos, la prevalencia del derecho internacional y el vigor de los lazos multilaterales.
Que esta vocación creadora de la Nueva Europa sufra excepciones tan terribles como el genocidio en la antigua Yugoslavia y el surgimiento de movimientos neofascistas, sólo sirve para alertar, para que nadie se duerma en sus laureles y para que los europeos afirmen por encima de toda contingencia que, en la hora actual, Europa sólo puede, sólo debe ser, lo mejor que Europa le ha prometido al mundo en nombre de Europa.
¿Es Latinoamérica parte de lo mejor que Europa le promete al mundo? Por supuesto, si afirmamos que la relación Europa-América Latina es o puede llegar a ser uno de los ejes principales del desarrollo económico y la defensa del derecho en el mundo actual. Ya la acción conjunta de México y Francia, de Chile y Alemania, en el Consejo de Seguridad este mismo año, ha puesto de relieve la visión común de un orden mundial fundado en derecho, en el que, en palabras del brillante Ministro de Asuntos Exteriores francés, Dominique de Villepin, sólo el consenso y el respeto a la ley dan legitimidad a la fuerza y fuerza a la legitimidad.
He aquí uno de los campos de cooperación más fértiles entre Europa y Latinoamérica: la defensa y construcción de un orden internacional basado en derecho. Lo cual excluye el unilateralismo que puede ganar la guerra y perder la paz.
La paz sólo la asegura la cooperación multilateral. Y no pueden, en segundo lugar, llevarse bien el unilateralismo y el proceso globalizador que por su naturaleza misma implica relaciones y acuerdos multilaterales.
Lo ha dicho con energía el ex presidente de México, Ernesto Zedillo, en su excelente discurso de fin de cursos en Harvard este mismo año: “Todas las naciones, aun las más poderosas, necesitan el sistema multilateral”.
Ni Europa ni la América Latina pueden ser ordenadas como si fuesen el Pacto de Varsovia. Europa y la América Latina están unidas en el rechazo de toda política internacional de intimidación y favorecen, en beneficio así de los fuertes como de los débiles, los procesos del consenso.
Si actuamos sin derecho, engañamos a los demás. Y algo peor: nos engañamos a nosotros mismos. Recordemos la sabiduría europea de Pascal cuando nos advierte:
“No pudiendo hacer que lo justo sea fuerte, hagamos que lo fuerte sea justo”.