¿Quién puede oponerse a una negociación?
Por principio pareciera que nadie. Negociar es una expresión políticamente correcta, suena democrática. Y sin embargo no siempre encierra una actitud de condescendencia y apertura. Los secuestradores “negocian” y que duda cabe de que la contraparte no desearía estar en esa situación de pagar por la libertad y la vida misma de una persona. “Negociar” con amenazas de por medio no es otra cosa que caer en un chantaje, en una extorsión. Eso exactamente fue lo que ocurrió hace unos días. Con las amenazas expresas de bloqueos a carreteras y puntos fronterizos, casualmente en pleno período vacacional, el gobierno federal fue llevado a una mesa de “negociaciones”.
Allí se comprometió, frente a los líderes del Congreso Agrario Permanente y del Barzón, a convocar a una magna convención sobre el desarrollo rural de nuestro país. Al final de cuentas de nuevo triunfó la violencia: se impusieron al gobierno.
De poco sirve la cantaleta del estado de derecho y de la vía política como única válida cuando, a la par, se premia a quien extorsiona. Lo positivo de toda esta historia es que puede ser una excelente oportunidad para ordenar un área de discusión repleta de mitos y falacias. Por supuesto que el agro mexicano está en crisis, pero esta no se generó por la firma del TLC.
En todo caso el Tratado está precipitando una serie de situaciones históricas insostenibles. Los efectos perversos de las leyes de desamortización y la brutal concentración de la propiedad durante el porfiriato propiciaron una reacción histórica pendular.
La Revolución Mexicana creyó en que la socialización de la propiedad agraria era la alternativa para brindar justicia al campesino.
Allí inició la marcha que, en el paroxismo, distribuyó no sólo las tierras con auténtica vocación agrícola sino muchas que debieron tener otro destino.
El aparato político postrevolucionario encontró en la fórmula un espléndido mecanismo de perverso control. Varios supuestos implícitos de esa acción se reprodujeron por ello acríticamente por décadas. Primero, México tenía una clara proyección agrícola. Segundo, dentro de la producción agropecuaria los granos básicos, maíz y frijol, debían ser prioridad. Tercero, tener a más familias mexicanas vinculadas directamente en la producción agrícola traería más justicia. Los tres supuestos se desplomaron. México sólo tiene un 12% de su territorio con vocación agrícola.
Siendo un área muy vasta en términos absolutos sólo podía ser el eje de un país mucho menos poblado y con una economía no moderna.
El sector primario, como ocurre en todas las economías que se modernizan, fue perdiendo importancia primero frente a la industria y finalmente frente a los servicios. Según las cifras del Banco Mundial en México el valor agregado de la agricultura oscila el 5%; la industria aporta alrededor del 28% y los servicios un 67%. Pero la riqueza de una nación no necesariamente radica en eso. En Nigeria el 42% del valor se produce allí contra menos del 3% en Italia y el 1.9% de Noruega. No nos cabe duda donde hay menos carencias.
La imposición política de la producción de granos impidió desarrollar otras vocaciones mucho más claras. Una de ellas la forestal. México tiene casi un cuarto de su territorio con ese destino natural con variedades que crecen mucho más aprisa que en otras latitudes y sin embargo —¡calamidad de calamidades!— hemos sido importadores de celulosa y derivados.
Por nuestra localización geográfica la producción de frutas y legumbres tiene un potencial complementario de las economías nórdicas. Un ejemplo de ello es lo logrado por España con zonas de notable pujanza exportadora como Almería que por momentos ha llegado a ser el origen de casi el 30% del consumo europeo de ese tipo de productos.
El tercer supuesto ha sido el más dañino y doloroso de los tres: falso que vincular a más mexicanos con el sector primario procure más justicia. Por el contrario a muchos mexicanos, ejidatarios y comuneros, las falsas expectativas creadas por una distribución de tierras engañosa, lo que hizo fue atarlos a un grillete. Por eso han migrado y migran a las ciudades y al exterior, porque allí ni ellos ni sus familias tienen futuro alguno. De hecho los países con mayor justicia social tienen porcentajes bajísimos, menos del 5%, de su población vinculada al sector primario. Eso nada tiene que ver con una producción vasta.
De hecho existe una correlación inversamente proporcional: a mayor número de familias dependientes del agro menor productividad. Algo muy diferente, como lo ha señalado muy acertadamente Sergio Sarmiento, es vivir en zonas rurales pero con empleos generados en el sector secundario o terciario. Eso es factible y deseable. De los casi 22 millones de familias de nuestro país se calcula que alrededor de 5 millones dependen del sector primario. Entre ellos se encuentra la porción mayor de pobres y los más pobres que se merecen un destino que la demagogia agrarista nunca les brindó.
Nada más lejano a mi intención que propugnar por una política de caída libre en el agro. Los países que han logrado modernizar su agro en economías abiertas, Francia y Chile por citar dos ejemplos conocidos, han tenido objetivos de estado de mediano y largo plazo. Dar garantías jurídicas plenas a los inversionistas; terminar con los tribunales especiales para la posesión y propiedad agrarias; permitir las asociaciones fluidas entre ejidatarios y comuneros individuales y comunidades con inversionistas; llevar apoyo tecnológico y por supuesto pugnar por los intereses de los productores nacionales son parte de los objetivos que deberíamos como país tener frente a nosotros.
Pensar en revisar el TLC o en medidas arancelarias y nuevas fórmulas de proteccionismo es regresar al fallido siglo XX.
Cómo lograr productividad con tarifas eléctricas realistas; cómo evitar el desperdicio del 80% del agua de México que ocurre en el agro; cómo impulsar cultivos alternativos que puedan competir con los de nuestros socios obligados y poder así pagar las importaciones de lo que se produce a mejor precio en otras latitudes y que deberá llegar al consumidor nacional; cómo penetrar los mercados aprovechando que somos el cuarto país en biodiversidad con una variedad de climas, altitudes, niveles de humedad, etc.; cómo abrir opciones de empleos productivos para millones de mexicanos que han vivido décadas dependiendo de subsidios y créditos condicionados a su actuación política; cómo hacer para que por fin la historia agrícola mexicana sea de éxito. Todo eso debe estar en la agenda de discusión. Algo queda claro en ese México más próspero y más justo los gremios no podrán ni cerrar fronteras y ni extorsionar gobiernos.