no sé cómo ni cuándo ocurrió, porque yo anduve fuera del país un buen rato. Pero al regresar a la Patria, ¡oh, sorpresa!, me hallé con que había cundido una nueva moda, costumbre, ritual o no sé cómo llamarlo. Lo que representa, además, se presta para numerosas conjeturas, dado que no me queda claro el significado exacto de esta forma de expresión (o muestra de descaro o arrebato de vanidad; tampoco eso me resulta transparente).
El caso es que, pegadas en un carro sí y en otro también, uno se halla calcomanías con figuras de niños, perros, gatos, canarios. Al principio pensé que se trataba de alguna campaña publicitaria de una tienda de ropa infantil, de ésas que venden un pantaloncito talla 2 como si fuera gobelino Luis XV. Pero no; alguien se condolió de mí y me informó que las figuras representaban el número (y sexo y hasta hobby favorito) de los niños que el dueño del vehículo había tenido a bien (¿?) traer al mundo. Como existe gente que (quizá en aras de la justicia) ama a sus mascotas tanto como a sus vástagos, también los hay que colocan a sus tres perros y al gato errante que de repente los visita, en el vidrio de atrás.
Así pues, las pegatinas (como las llaman en España) en teoría representan las criaturas que el conductor (y su cónyuge) han engendrado, más los añadidos domésticos que los acompañan en este Valle de Lágrimas.
La cuestión es: ¿para qué proclamar al mundo la fecundidad propia? ¿Qué sentido tiene que los demás sepan cuántos estómagos se le han cargado a un país que tiene que importar su alimento fundamental (el cual, para colmo, es originario de aquí: ahí está el éxito del ejido)? ¿Es para facilitar la labor de los secuestradores, anunciando que se tienen cuatro críos, una va al ballet y otro le hace al golf? ¿Es vanidad, presunción, despiste?
Con otra: que algunas calcomanías resultan muy diferentes entre sí: he visto pegadas lado a lado una figura muy tierna y esponjadita junto a un monigote hecho con palitos que parece dibujado por el mismísimo infante, como autorretrato realizado a los tres años. La segunda calcomanía, ¿corresponde a un niño no deseado? ¿Se acabaron las figuras bien hechas en la tienda y hubo de recurrirse al monigote para completar la familia? No sé, pues, si se trata de error, omisión o perversidad. Lo que sí es que, cuando los críos lleguen a cierta edad, tal discriminación puede provocar broncas intertribales de pronóstico reservado.
Dejando de lado la trascendencia contextual de andar exhibiendo las veces que se ha prendido el foco azul o rosa en la maternidad, está la cuestión de las calcomanías de las mascotas. ¿Para qué proclamo que tengo un perrito? ¿No sería mejor sacarlo a pasear caminando en persona (o bueno, en perrito) en vez de marearlo vicariamente en imagen? Y si empezamos a presumir lo que tenemos en casa, ¿a dónde vamos a llegar? Mucho me temo que al rato veamos pegostes con figuras de tripas tachadas con una gruesa X roja (las apendicitis que le han tratado a la familia), de caras deslavadas con ojos asombrados (las restiradas de la señora) o de Vochos hechos acordeón (los carros que lleva chocados la señora a bordo de su Panzer-explorer). Las posibilidades son, si se fijan, ilimitadas.
Pero volvamos al punto de partida. ¿Qué caso tiene presumir que se han procreado tres o dos o cinco hijos? ¿Es un rito propiciatorio? ¿Es para dar envidia generatriz? ¿Para que la gente admire a quien puede pagar más de dos colegiaturas, hazaña ante la cual escalar el Everest resulta vil picnic en Raymundo?
Claro, en los tiempos antiguos (digamos, antes de 1960), el tener una familia numerosa era motivo de orgullo: del padre, porque así demostraba que era muy macho y de la madre, porque en teoría estaba cumpliendo cabalmente (con frecuencia, demasiado cabalmente) su función como abnegada mujer mexicana. Todo ello a pesar de que, como lo sabe cualquiera, eso de andar haciendo chiquillos no tiene ni arte ni ciencia ni es ninguna gracia: formarlos, educarlos y hacerlos gente de bien, ahí es donde los quiero ver. Cosas de los tiempos.
Pero también por esos años (hace cuarenta), ocurrieron dos descubrimientos fundamentales, que alteraron la conformación y conciencia de la sociedad. Por un lado, llegó al mercado la píldora anticonceptiva: por primera vez, la mujer tenía la opción de decidir si embarazarse o no, si quería tener un “tiempo para sí misma”, “un cuarto con vista” (como diría E. M. Forster), o pasársela como escopeta de rancho, cargada y en el rincón. Esta sola invención cambió el rumbo de muchas sociedades y permitió que venusinas Fuerzas de la naturaleza se pudieran desatar como nunca antes. El segundo descubrimiento, hecho por la ONU y pasado al costo al gobierno mexicano fue que, si seguíamos por donde íbamos, en el año 2000 México alcanzaría los 125 millones de habitantes. O sea que, si entonces teníamos 44, había que construir otros dos Méxicos (carreteras, infraestructura, escuelas, equipos pésimos de futbol) en cuatro décadas, sólo para conservar el nivel de vida de ese entonces (que no era muy alto que digamos). Y todo sea con tal de no trabajar: el gobierno se echó a cuestas la misión de educar al culto público y convencerlo que “la familia pequeña vive mejor” y que había que tener “pocos hijos para darles mucho”.
No sé si hayan sido las intensas campañas gubernamentales; o el acceso cada vez más barato y simple a los métodos de control natal; o el notorio descenso en la influencia de la Iglesia Católica (un 70% de los católicos usan métodos pro-hi-bi-dos por el Vaticano); o las viles crisis económicas recurrentes, cortesía del PRI y sus engendros; o todos estos factores juntos pero no revueltos. El caso es que la tasa de crecimiento demográfico cayó como piano en precipicio; las parejas de mi generación (la que fue El blanco de las primeras campañas) ni locas tienen más de tres hijos (de acuerdo: mala pata, Pata, tener dos pares de cuates); la mayoría aspira a la tasa de reemplazo (2.2 niños por pareja; y no, no hay 0.2 de niño: es para ajustar al 10% de parejas que no se reproducen) y ahora podemos respirar un poco aliviados: ¿se imaginan este país con 25 millones más de bocas que alimentar, de empleos que crear, de cerebros que embrutecer con futbol y programas de concurso hechos para retrasados mentales? Admitámoslo: gracias a una visión de largo plazo (¡Aleluya! ¡Aleluya!), ahorita estamos menos peor de como podríamos estar.
Que no es el caso de otros países. En la India se han hecho ínclitos esfuerzos por limitar el crecimiento de la población, que ya llegó a los 1,000 millones. Pero todos los programas han resultado ineficientes, por decir lo menos. En una generación y media y quizá por primera vez en la historia, la India sobrepasará a China como el país más poblado. China, por su parte, ha tenido bastante éxito en eso de limitar la producción de chales. Si ahorita andan en 1,200 millones (más lo que se acumule esta semana), la cosa podría haber sido peor. La política gubernamental de castigar (fiscal, educativamente) a las parejas que procrean a más de un crío ha dado resultados... aunque algunos no han sido tan benignos: por seguir la línea del Estado y para respetar la tradición, muchas parejas quieren tener sólo un hijo... varón. De manera tal que el infanticidio femenino y el aborto de niñas están a la orden del día en la República Popular. Los resultados los veremos en unos 15 o 20 años: sociedades con un notorio déficit de muchachas, con 80 u 85 mujeres por cada 100 hombres. Para las chavas, no hay fijón: hasta selectivas se van a poner y a ver quién aguanta las ínfulas de la flor más bella del ejido Huang-Gon. ¿Pero qué van a hacer millones de jóvenes varones cuando se encuentren con que no hay pareja del sexo opuesto? Uno tiembla al pensarlo.
La Vieja Europa, por su parte, se hace cada vez más vieja. Las parejas jóvenes o tienen muy pocos hijos, o de plano no tienen ni uno. Quien encabeza la lista en ese rubro es, quizá sorprendentemente, España. Algunos hablan de cómo las sociedades posmodernas se volvieron tan comodinas y cínicas que no piensan perder sus libertades cambiando pañales y empujando carreolas. Los alemanes de mi generación (los nacidos entre 1955 y 1965) tienen una excusa perfecta: hijos de la Guerra Fría, consideraban inmoral traer al mundo niños que muy probablemente terminaran convertidos en escoria atómica. En Suecia el Estado premia hasta en efectivo a las familias numerosas; pero aún así, muchos prefieren hacerle al sueco y seguir sin chiquillos latosos.
Sin embargo, hay regiones del mundo donde no han oído hablar de la paternidad responsable ni del control natal ni de nada por el estilo. Una mujer en Kenya puede esperar parir, en promedio, siete hijos vivos ¡en pleno siglo XXI! Las sociedades musulmanas son re buenas para eso de producir chamacos; por ello el Islam sobrepasará al Cristianismo como el sistema religioso con más creyentes dentro de unos cuarenta o cincuenta años. Ahora, quién les va a dar empleo, servicios y educación, eso sí quién sabe. Era lo que deberían predicar (y responder) bin Laden y sus adláteres.
En todo caso, aquellos que pegan cinco, seis calcomanías de niños en su carro, deberían pensárselo dos veces. A como van las cosas, no faltarán conciudadanos que los denosten por su inconciencia, incontinencia o irresponsabilidad. Y es que si cada vez estamos más apretados... ¿todavía presumir que se contribuye al apretujamiento? ¡Por favor!
Consejo no pedido para entretenerse en actividades no generatrices: Escuchen “In through the out door” de Led Zeppelin; (a propósito) renten “Un cuarto con vista” (A room with a view, 1986) con Helena Bonham Carter, Daniel Day-Lewis y la infaltable Maggie Smith; y lean “Los recuerdos del porvenir”, de Elena Garro. Provecho.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx