Primera de dos partes
Una Fantasía muy Real.- Tras un conflicto en la península coreana que involucra armas nucleares y biológicas, surge otro nuevo en el Golfo Pérsico que implica a fundamentalistas islámicos y desemboca en un atentado terrorista en Estados Unidos, luego se produce un estallido nuclear en Europa y finalmente, en este año del 2003, Washington decide invadir México para poner fin a un régimen corrupto y muy asociado al narcotráfico, cuyas políticas han producido una migración masiva que afecta el interés nacional de Estados Unidos. ¿Fantasía? Desde luego, se trata de The Next War (Regnery, 1996), la novela de Caspar Weinberger, quien fuera secretario de Defensa de Estados Unidos entre 1981 y 1987. Una fantasía, claro, pero educada, producto del conocimiento directo del nuevo “desorden” internacional y donde es posible imaginar un conjunto de circunstancias que hacen de México, y no de Iraq, el objeto de la doctrina del “ataque preventivo”.
En vista de lo anterior, cuando cualquier día del próximo mes las campanas de después de la batalla empiecen otra vez a doblar, ese tañido será no sólo por lo que habrá ocurrido en el Oriente Medio sino también por lo que puede suceder en cualquier otra parte del planeta, incluso aquí, tras la implantación del derecho al ataque preventivo. Si finalmente allá, en las tierras donde corren el Tigris y el Éufrates, tiene lugar la invasión de una coalición encabezada por mayor potencia del mundo contra un régimen notable por su autoritarismo y propensión a usar la fuerza contra propios y extraños, y si esa invasión se lleva a cabo sin el apoyo del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, no sólo se habrá concretado el principio del ataque preventivo, sino también su unilateralidad. En su discurso ante el congreso de su país del 28 de enero, el presidente norteamericano acusó al régimen iraquí -que en algún tiempo fue aliado de Washington a pesar de su naturaleza antidemocrática— de estar “al margen de la ley” y lo condenó a la pena última: a ser eliminado, incluso por la fuerza. En efecto, tras doce años de haber sido derrotado en la “Guerra del Golfo” y haberse comprometido a un desarme completo, Iraq persiste en tener, o querer tener, armas de destrucción masiva, o al menos eso alega Washington. Y es por eso que considera al Gobierno encabezado por Saddam Hussein, una amenaza para todo el mundo civilizado. Desde esta perspectiva, Estados Unidos se ve a sí mismo como el centro indisputable e indispensable de un sistema internacional ordenado, que debe atacar a Iraq por ser causa de desorden. Ahora bien, desde la óptica de una buena parte del resto del mundo, la situación no es tan clara, y si la súper potencia ataca, lo hará, porque puede y quiere. Y ese deseo no está desligado de la enorme riqueza petrolera iraquí. Toda toma de posición de una gran potencia en materia de principios concierne a países que, como México, han sido por siglos más objetos que sujetos de las fuerzas internacionales. Algunas de las posiciones que asumió Estados Unidos en el pasado, nos afectaron de manera muy directa a los mexicanos, como la “Doctrina Monroe”, las políticas del “Gran Garrote”, la “Diplomacia del Dólar” o la “Buena Vecindad”. Pero de manera indirecta, también nos influyeron doctrinas posteriores, como la del “Containment” (prevención de la expansión del comunismo) o la de la “Destrucción Mutua”, que funcionaron durante la época de la “Guerra Fría” como un “equilibrio del terror”.
Los Principios.- Las doctrinas o principios internacionales no son normas escritas en piedra, verdades inmutables, sino meras normas útiles por un tiempo y para algunos, pues les sirven para justificar sus acciones o les ayudan a navegar en las peligrosas aguas del sistema internacional. A nosotros los mexicanos, como comunidad nacional, nos han resultado útiles un puñado de preceptos que hemos exigido que sean observados por todos, sobre todo por los poderosos; ese empeño ha tenido éxitos y fracasos. Entre los principios que México ha defendido ante la comunidad internacional, sobresalen: la no intervención de un Estado en los asuntos internos de otro, la autodeterminación, la igualdad jurídica de todos los estados, la solución pacífica de las controversias, el rechazo al uso del reconocimiento diplomático como instrumento de presión (Doctrina Estrada), la igualdad de trato a nacionales y extranjeros, etcétera. Es evidente que el conjunto de bases que conforman la doctrina internacional mexicana tiene un claro carácter defensivo, producto de nuestra debilidad histórica, y que la esgrimimos incluso cuando sabemos muy bien que, llegado el caso, las grandes potencias la ignorarán. Hoy, algunos de esos principios están en crisis, y no tanto por su falta de observancia, sino de legitimidad. Esto es especialmente cierto en el caso de la no intervención, idea que es la antípoda del ataque preventivo que hoy se quiere implantar. En la actualidad, ya no es posible una defensa a rajatabla de no intervención porque tuvo consecuencias muy negativas cuando se le llevó al extremo. En efecto, hoy se acepta que por encima de los supuestos derechos de un Estado a la autodeterminación, están los derechos de sus ciudadanos: los derechos humanos.
La vieja interpretación de la no intervención, sirvió para que el Gobierno de México no se pronunciase, por ejemplo, en contra de las brutalidades de Francois Duvalier en Haití, de Alfredo Stroessner en Paraguay, de Carlos Castillo Armas en Guatemala o de la familia Somoza en Nicaragua, por citar algunos ejemplos. Y cuando en 1973 México condenó el golpe militar en Chile y más tarde el ajusticiamiento de opositores de Francisco Franco en España -militantes de ETA-, o se rompieron relaciones con el régimen somocista de Nicaragua en vísperas de su caída, hubo una clara tensión entre el principio fundamental de “no intervención” y la política del Gobierno mexicano.
En ese entonces, México simplemente se negó oficialmente a reconocer esa contradicción, pues no le convenía al régimen imperante. En la práctica mexicana, la completa neutralidad moral que exige la observación del principio de no intervención, resultó ser una buena protección o coartada para el autoritarismo priista: si nuestro Gobierno no se pronunciaba contra nadie, incluidos dictadores, esperaba que, a cambio, nadie le cuestionara por sus fraudes electorales y el monopolio del poder en manos de un partido de Estado, una presidencia sin contrapesos, una corrupción extendida, represiones como las del 68 o el 71, etcétera. Hoy ya no es posible sostener ese punto de vista, en estos tiempos un tribunal internacional puede lograr la extradición y luego juzgar al presidente de Yugoslavia, Slobodan Milosevic por crímenes contra la humanidad. El Gobierno de Vicente Fox puede y decide pronunciarse en relación al estado que guardan los derechos humanos en Cuba justo porque acepta que el resto del mundo mida a su Gobierno en ese campo y con la misma vara. Ahora bien, al tratar de hacer valer su derecho al “ataque preventivo”, Estados Unidos también usa la naturaleza dictatorial de Saddam Hussein y el Partido Baath en Iraq, para legitimar su propuesta de cambiar el régimen de ese país, para asentar su derecho a la “sí intervención” en nombre de la defensa de los derechos humanos del pueblo de Iraq, como lo afirmó Bush en su discurso ante el congreso del 28 de enero.
En la práctica, supeditar la soberanía a los derechos humanos, también resulta problemático. Es evidente que el régimen presidido por Saddam Hussein en Iraq es una dictadura que sistemáticamente ha violado los derechos humanos de sus ciudadanos, en particular de los kurdos. Es igualmente claro, por sus ataques a Irán y a Kuwait, que es un régimen muy agresivo y que es una fuente de desorden y de inestabilidad en una región vital para el resto del mundo por su petróleo. Sería una ganancia neta para el sistema internacional el reemplazo de la clase política y del régimen de Iraq, pero hasta ahí llegan las certezas. Las incógnitas y peligros que se abren son muchos, ¿quienes sucedan a Hussein y a los suyos, serán garantía de democracia y resolverán adecuadamente el problema kurdo? ¿Estados Unidos busca sólo acabar con un régimen dictatorial y agresivo o intenta controlar una gran fuente petrolera como en el pasado lo intentó en Irán, cuando contribuyó a derrocar a Mosaddeq y apoyó al Sha Reza Pahlevi? ¿El respeto a los derechos humanos y el desarme de un Gobierno ilegítimo pero sin el apoyo de la comunidad internacional organizada -la ONU- servirán de argumentos en el futuro para encubrir intereses de las grandes potencias? Una guerra formal, donde las bajas serán sobre todo, como en la Guerra del Golfo, iraquíes comunes y corrientes y no sólo Saddam Hussein y los suyos, ¿es la única o mejor forma de transformar políticamente a Iraq y mejorar las condiciones de vida de los iraquíes? Continuará...
Francia, Alemania y Rusia y la opinión pública europea, como quizá también la de otros continentes, favorecen una estrategia diferente a la norteamericana; más lenta pero menos sangrienta. Sin embargo, Washington sabe que ya no puede esperar, pasado marzo, las altas temperaturas de la región le impedirán usar en óptimas condiciones la enorme y costosa maquinaria de guerra que ya ha montado en el Oriente Medio. Las probabilidades de que estalle pronto la guerra son muy altas.
Y Desde México ¿Qué Hacer?.- Winston Churchill en la parte inicial de su trabajo histórico sobre la Segunda Guerra Mundial (1948), le atribuyó a José Stalin, Premier de la URSS, una pregunta retórica cuando se discutían temas internacionales y se tocó el relativo al Vaticano “¡El Papa!, ¿y cuantas divisiones tiene?”. Para el líder soviético y desde la perspectiva del realismo político, si un país no tenía fuerza militar o económica, su importancia en situaciones críticas era nula. Una apreciación similar respecto de nuestro país y desde la posición norteamericana, tuvo lugar hace unos días en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. El vocero de la delegación norteamericana, impaciente por el tiempo que se tomaba nuestro representante ante el Consejo de Seguridad en sus declaraciones ante la prensa, comentó para ser oído: “¡De prisa!, ¿a quién le importa lo que México tenga que decir?” (Nota aparecida en un diario capitalino el 30 de enero) Hoy por hoy, lo que México tenga que decir en el gran teatro internacional sólo es importante para nosotros mismos.
Ahora bien, desde nuestra perspectiva y en función de nosotros mismos ¿qué hacer? La respuesta no es fácil. Para empezar, y en nombre de la democracia y los derechos humanos, ya aceptamos el cambio en la naturaleza del principio de no intervención. Las razones de ese cambio son buenas y debemos mantenerlas, pero sin duda debilitaron al principio. La intervención en contra del régimen del Partido Baath se justifica, pero no mediante una guerra, pues el sufrimiento humano será desproporcionado al mal que se quiere remediar, sobre todo si hay otras formas, lentas pero efectivas, de desarmar a Saddam Hussein y lograr que deje de ser un peligro para la región. Así pues, a México le convendría sumarse a Francia, Alemania, Rusia y China en la ONU. Sin embargo, Washington ve a esa posición como contraria a su interés nacional, y México es una economía débil en extremo y también, en extremo, dependiente de la de Estados Unidos ¿podemos darnos el lujo de volvernos no sólo “irrelevantes” sino irritantes para la hiperpotencia?
México, en relación al tema de Iraq, está en una situación donde no puede ganar, pero entonces debe jugar a minimizar sus costos. La experiencia histórica aconseja no abrazar el nuevo principio de “ataque preventivo”, al menos no sin el pleno consentimiento de Naciones Unidas. Sin embargo, hay que calcular el costo de la represalia norteamericana. Posiblemente, como sucedió en el caso de Cuba en los 1960 y luego de Centroamérica en los 1980, México deberá buscar una fórmula que le permita decir: “sí, pero no” o “no, aunque sí”. Encontrarla, y rápido, es la tarea del nuevo canciller.