Si pudiéramos les sacaríamos en hombros o, como en las corridas de toros, les entregaríamos rabo y orejas o, como en las mejores obras de teatro, les aplaudiríamos varios minutos de pie. Y eso que no son deportistas, ni toreros ni artistas, sino ciudadanos que ostentaron cargos públicos. Y eso que permanecieron en sus cargos públicos lo suficiente como para vivir tempestades y huracanes.
Y eso que las y los mexicanos no somos muy dados al reconocimiento, más bien, como afirma el escritor Germán Dehesa, el nuestro es un pueblo con vocación caníbal. Pero es que hicieron un trabajo excepcional en un México urgido de excepciones como ésas. Hoy, desde estas líneas, me sumo a los que de pie aplauden largamente para despedir a quienes durante siete años se hicieron cargo de cambiar la forma y el fondo de las elecciones y la democracia mexicana.
No ha pasado mucho tiempo desde 1996 en que por vez primera la organización de las elecciones quedó fuera de las garras gubernamentales para quedar depositada en las manos de ocho ciudadanos y una ciudadana, quienes conformaron el consejo general del Instituto Federal Electoral (IFE). No ha pasado mucho tiempo pero su trabajo contribuyó sustancialmente a que se diera un salto cuántico. Echo una mirada al pasado y recuerdo que con mis recién cumplidos 18 años me presenté por primera vez a votar. En la casilla, una humilde señora con su boleta en la mano pedía ayuda a uno de los funcionarios. No quiero votar por el PRI, dijo, cómo le hago. Es muy fácil, le contestó el funcionario, si no le gusta el PRI, ahí donde están los colores de nuestra bandera póngale tache. A continuación miradas cómplices y sonrisas en la mesa mientras el señor se aseguraba que la mujer tachara la boleta sobre el logotipo del partido tricolor. Claro, corría la década de 1980 y en materia política casi todo era predecible. Bastaba conocer el nombre del funcionario preferido en Los Pinos para saber a ciencia cierta quién sería el próximo presidente de la República.
Las campañas políticas y las votaciones eran una farsa con ansias legitimadoras hacia el ámbito internacional, porque hacia el nacional ni falta que hacía. Hoy una anécdota como la que viví es en general impensable sin un escándalo mayúsculo y castigos legales y políticos altos. Hoy la intromisión abierta de un gobernador a favor de un candidato le puede echar atrás una elección. Hoy ningún partido gobierna por completo el país: el Presidente tiene que gobernar con cámaras de Diputados y Senadores cuyas mayorías pertenecen a un partido político diferente al suyo; los gobernadores estatales tienen que compartir el poder con presidentes municipales o con diputados de distintos institutos políticos. Hoy nadie sabe el nombre del próximo presidente de la República; es más, nadie podría apostar su mano derecha a que será un hombre ¿o si?
En resumen, hoy México es un país distinto al que vio inaugurar mi ciudadanía. Y si bien es cierto que ha sido un proceso en el que participaron muchos actores políticos, organizaciones no gubernamentales, ciudadanos y ciudadanas, nadie puede regatearles a los hombres y la mujer del IFE su trascendental intervención en este proceso. Nadie puede y nadie quiere regatearles un milímetro de su mérito.
José Woldenberg, Jacqueline Peschard, José Barragán, Jesús Cantú, Jaime Cárdenas, Alonso Lujambio, Mauricio Merino, Juan Molinar, Emilio Zebadúa, estos últimos sustituidos en el 2000 por Gastón Luken y Virgilio Rivera, fueron los encargados de que nuestros votos cuenten y se cuenten. Pero hicieron más que eso -y conste que eso ya es mucho-: con su trabajo honesto, comprometido y decente (una palabra que con ellos y ella recobró su dimensión en el espacio público) conquistaron la credibilidad y la confianza de la ciudadanía, algo que tratándose de elecciones no es de ninguna manera menor. Al margen de todo ello, quiero reconocer especialmente el trabajo de Jacqueline Peschard, la única mujer dentro del consejo general.
Su participación fue fundamental en el impulso y aplicación de las reformas al código electoral de 1996 y de 2002 que permitieron en esta Legislatura la presencia de más mujeres que nunca en la Cámara de Diputados y estoy segura que permitirán en el futuro mediato un avance sin precedentes en la presencia de mujeres en espacios de poder. Sin Jacqueline ahí, sin su compromiso, sin sus reflexiones, sin su análisis, dudo mucho que este logro hubiera sido posible de la manera en que lo fue.
Tiene razón el analista Sergio Aguayo cuando, utilizando una frase de Winston Churchill, dice refiriéndose a los consejeros salientes: “hay pocas ocasiones en las que tantos tenemos una deuda tan grande con tan pocos”. Por eso hoy, de pie y aplaudiendo con el corazón, digo GRACIAS, así, con mayúsculas. Gracias por el presente que hicieron posible y por las esperanzas de futuro que sembraron. Apreciaría sus comentarios: cecilialavalle@hotmail.com