“¿De qué serviría la política, si no se pudiera alcanzar por vías oblicuas lo que es imposible
alcanzar por la línea recta?”.
Maquiavelo (de Maurice Joly)
Entre las intenciones y la terca realidad siempre hay abismos. En cómo cada quién decide sortearlos, si lo decide, radica parte de la definición de cada ser humano. Hay quien se doblega de entrada, la realidad se le impone. Hay quien en cambio se rebela y sale a alterar el curso de las cosas. Quien transforma merece siempre mayor reconocimiento, de nuevo a Maquiavelo, el original. Pero, ¿hasta dónde se puede y se debe llegar en ese ánimo transformador? Esa es una de las grandes intrigas de la política. Hay quienes están dispuestos a mentir, a atropellar, a traicionarse a sí mismos con tal de obtener lo que se proponen. No hay principios, ni ideales. Se trata de una alimaña bastante despreciable dispuesta a comer carne humana con tal de estar en la acción. Hay en contraste otros seres incapaces de pasar de la declaración al logro concreto, no son malos, pero son inútiles. Transformar con rumbo es el reto.
En México hay una admiración cultural por el pragmatismo. Parte de la larga estadía del PRI y antecesores en el poder se debe a ello. El país se movía. Los atropellos e injusticias cometidos en el camino en lugar de recibir condena caían en una especie de oscuridad tolerada. Ante todo se evaluaban los resultados —crecimiento y movilidad, los centrales— típico síndrome de una cultura autoritaria. Pero las cosas cambiaron, los grandes resultados fueron desapareciendo; los costos —impunidad corrupción, ineficiencia— se acumularon hasta la ignominia. La sociedad mexicana exigió cada día con más fuerza, no sólo hacer sino hacer bien. Respeto a las leyes, probidad, eficiencia se convirtieron en reclamos muy extendidos. Esta es la ola sobre la cual por fortuna se montó la modernización política de las últimas décadas, menos pragmatismo y más principios, mirar no sólo a los resultados, también a las formas de hacer. Pero sería una ingenuidad pensar que el pragmatismo cultural desapareció, para nada, todo indica que está adormecido. Ese adormecimiento es la gran oportunidad que tenemos de consolidar un respeto por la cultura democrática.
Demostrar que democracia y eficiencia son compatibles es el gran desafío histórico de la gestión de Vicente Fox. La figura de Madero como un demócrata, es cierto, pero iluso y al final del día perdedor, pesa sobre el llamado “inconsciente colectivo”. Un demócrata ganador es lo mejor que le podría suceder a México. Pero para llegar allí el régimen debe estar dispuesto a mediar entre sus intenciones y la realidad, sólo entonces estarán haciendo política y no religión. Por lo pronto las intenciones caminan de un lado y la realidad por otro. El régimen quiere que la economía crezca pero por tercer año consecutivo tendremos un desempeño magro, muy por debajo de lo que necesitamos. Muy demócratas pero la inversión extranjera directa decrece en términos reales, la industria maquiladora vive una crisis inédita, la tasa de desempleo abierta alcanza niveles históricos. Si bien el salario real se recupera, el mercado interno sigue deprimido y la confianza del consumidor tropieza. Nadie duda de las intenciones pero algo anda mal, muy mal. Por andar en la predica de los “peces gordos” se descuidaron de algunos asuntos de casa que lentamente se van acumulando. Todos estamos ciertos de que la intención es que la inseguridad disminuya, pero los registros públicos no muestran que ello sea así y la percepción ciudadana es negativa. Nadie duda de las intenciones amistosas hacia los Estados Unidos, pero la ruptura entre la Casa Blanca y Los Pinos es notoria. Pocos dudan de las intenciones de la señora Fox, pero el “escandalito” sistemático lleva tres años. No se duda de las intenciones presidenciales por llegar a acuerdos, pero en la realidad no hay nada. Quieren modernizar la presidencia, pero el retrato del Palco de Palacio el 15 de septiembre convertido en pasarela familiar ya quedó para la historia gráfica del país. Quieren ayudar al agro, pero el desastre de los ingenios nacionalizados nos va a costar mucho dinero. Están a favor del libre comercio pero la reunión de Cancún salió muy mal. Querían enterrar al PRI y hoy es de nuevo la primera fuerza. Querían opacar a López Obrador y hoy es la primera figura pública. Quieren ratificar al panismo en la presidencia, pero por el camino que van podrían llevar al débil PRD o regresar al PRI. Deseaban y desean simplificar la administración y sin embargo los trámites han crecido 128 por ciento. Deseaban a toda costa llevar buenas relaciones con la iglesia católica y hoy el zafarrancho es mayúsculo. Hablaban de profesionalizar la administración y hoy es evidente la improvisación generalizada. Querían implantar la imagen de un México del futuro, promisorio y próspero, pero lentamente la gente empieza a añorar algunos rasgos del pasado. Regresando a Joly, da la impresión de que en todo han seguido la línea recta y lo único que han logrado es que el abismo entre intenciones y realidad se profundice. Los políticos no siguen la línea recta porque rara vez da frutos. La confrontación, que en un salón de clase o incluso en las relaciones humanas es útil y necesaria, en política entorpece la convivencia obligada. Caso emblemático de esta mecánica mental es el del senador Aldana. Ya que el “Pemexgate” es cosa juzgada y la necesaria sanción pesa sobre el PRI, ya que a la opinión pública no le cabe la menor duda de los ilícitos y que el proceso en contra del legislador está encaminado, justo en el momento de iniciar negociaciones para acuerdos urgentes, justo en ese momento revientan mañosamente la cuestión. Resultado: un PRI respaldando al senador, una opinión pública dudosa sobre el procedimiento y una nueva parálisis en las negociaciones. ¿De qué sirvió? Nadie les pide que cedan en sus principios sobre el pasado autoritario, sobre la corrupción e impunidad. Ese es un falso dilema. Adolfo Suárez o Felipe González convivieron con el franquismo y nadie dudaría de su posición. El presidente Lagos encara todos los días el horror del pinochetismo vivo. Pero ellos, como buenos políticos, supieron y saben que la plaza pública no es confesionario, ni diván, ni púlpito, ni diario íntimo para vaciar nuestras deseos profundos. La verdad de los sentimientos nunca ha sido una divisa política. La política es el sitio de las medias verdades, de los ocultamientos sistemáticos, pero también es ahí dónde se gestan los actos que mueven a las naciones, nada menos. Cada quien a su oficio. La pureza personal de nada sirve si los sufrimientos y carencias humanas no disminuyen. Así vista la política es un arte, el arte de lo grandiosamente oblicuo.