En estos momentos no hay un recurso más poderoso de disuasión que un estornudo. Hace una semana asistí en Vancouver, Canadá, a un congreso internacional sobre periodismo. Durante varios días 250 personas nos reunimos en un gran salón para compartir largas sesiones de trabajo y breves e histéricos descansos en los cuales nos informábamos sobre el avance del temido SARS en la región. Ahí descubrimos el poder devastador que puede alcanzar un buen estornudo. Bastaba que alguno de los asistentes tosiera reiteradamente para que se abriera a su alrededor un círculo de sillas vacías. Al final de cada sesión la panorámica del salón era un sembradío de lunares de soledad; un archipiélago de islotes mientras el resto de los congresistas sanos nos apelotonábamos en las zonas de “seguridad”. Incluso en los descansos podía advertirse que los nuevos parias bebían su café en aislamiento, ignorados hostilmente. Lo cual habla mucho de la escasa solidaridad de la naturaleza humana cuando están en juego los temas básicos de supervivencia. Aunque habría que decir que esta histeria tiene algún ángulo positivo. Una bella participante en el congreso aseguró que el SARS la había salvado la noche anterior de un pretendiente necio y alcoholizado que la había atosigado durante horas; bastó fingir un par de estornudos para que el patán desapareciera despavorido. Puede uno suponer que en las próximas semanas más de alguna mujer habrá de salvarse de una inminente violación en el Bronx o en algún tugurio de Tokio mediante el simple recurso de limpiar su nariz ruidosamente.
El Síndrome Agudo Respiratorio Severo (SARS) ha tomado por asalto la imaginación del primer mundo y ha penetrado en el núcleo de los miedos colectivos de la metrópoli.
Ni el ébola ni en cierta manera el SIDA sembraron el pánico con la misma rapidez que el SARS. Quizá porque el ébola resultó un fenómeno circunscrito esencialmente a África (si el mundo no se ha conmovido por las hambrunas que matan a millones de africanos cada año, mucho menos se iba a inquietar por un virus que nunca salió de la selva). El SIDA, por su parte, si bien diezmó a principio de los noventa a una buena porción de artistas, drogadictos y homosexuales, la reacción del “establishment” fue muy inferior al tamaño de la tragedia. Seguramente porque la Casa Blanca (Bush padre), el Pentágono y los círculos conservadores consideraban prescindible a este segmento social. El caso es que los recursos orientados a la investigación y prevención del SIDA han sido muy inferiores a su impacto (y desde luego infinitesimales en comparación a los presupuestos militares). El SIDA ha sido considerado una especie de castigo moral en respuesta a prácticas pecaminosas; una enfermedad que supuestamente deja a salvo a “las buenas familias”.
Por eso es que el SARS ha provocado una reacción tan desproporcionada: Es una enfermedad que ataca indiscriminadamente a la población y ha escogido desarrollarse en ciudades del primer mundo: Hong Kong y Toronto, además de Pekín. Y sin embargo el alcance de la enfermedad sigue siendo modesto medido en términos mundiales. Se han reportado cerca de 5,800 casos hasta el momento (la cifra varía según la fuente y el día), de los cuales han muerto poco menos de 400, con un tasa de mortalidad de 6.6 por ciento. Es un virus que puede provocar la muerte, pero es un hecho que la mayoría de los afectados habrán de sobrevivir. Su contagio mismo es errático. Muchas personas expuestas al virus simplemente pasan de largo. Así pues, el SARS no es la epidemia bubónica ni la peste negra del siglo 21. La humanidad sobrevivirá sin rasguños a este brote de infección.
O casi. Lo que verdaderamente espanta son las cifras que la histeria del SARS ha provocado. Hasta ahora se estima que le ha costado a Asia cerca de 11 mil millones de dólares en daños, pero es un fenómeno que apenas comienza. Casi la mitad de los ingresos turísticos de China, equivalentes a 67 mil millones de dólares anuales, se evaporarán este año. El turismo en Hong Kong se encuentra en coma y buena parte de su actividad financiera se ha desplazado a otros sitios. Muchas ciudades del sudeste asiático en las cuales el SARS no ha brotado tienen hoteles y restaurantes vacíos. El tráfico de las líneas áreas de Estados Unidos a Asia se ha caído casi a la mitad. Hace una semana, la Organización Mundial de la Salud declaró a Toronto, Canadá, una ciudad en cuarentena luego de certificar la defunción de 17 víctimas de esta enfermedad. El desastre económico de Hong Kong y de China se está desplazando a Norteamérica. El gobierno canadiense ha destinado una partida de 1,100 millones de dólares para paliar los efectos, pero se anticipa que el monto final será mucho mayor. Son los 17 muertos más caros de la historia canadiense.
Desde luego hay un imperativo moral que lleva a solidarizarse con las víctimas de esta tragedia; asimismo es un padecimiento que obliga a tomar medidas precautorias con la debida responsabilidad. Pero no puede uno dejar de pensar en la disparidad de atenciones que ha merecido esta enfermedad de ricos, en comparación con las terribles epidemias de cólera, padecimientos gastrointestinales o hambrunas que año a año se llevan a la tumba a millones de niños en el hemisferio sur del planeta. Es decir, la histeria también es un asunto de clase social (jzepeda52@aol.com)