Es todavía un problema latente y grave la existencia del comercio ambulante. Lo padecen las grandes capitales y ciudades tanto como los pequeños pueblos. Están en las carreteras, a lado de los restaurantes y las gasolineras. Los hay que venden ristras de ajo en la autopista Saltillo-Monterrey, como otros, a lo largo de las carreteras 57 y 40. Están también, en las poblaciones, con sus tenderetes de mercancía variada: desde juguetes de contrabando en esta temporada, sobre todo hasta “cidís” piratas, quemados en casa. Y no se diga alrededor de los mercados, haciendo competencia a los locatarios y a los comerciantes establecidos.
El ambulantaje es un problema cien por ciento humano. Desagradable para muchos ciudadanos con comodidades. Los incómodos comerciantes buscan la calle para ganar el pan nuestro de cada día: pero no son delincuentes, aunque a veces las autoridades los traten como tales. En realidad la mayoría son personas honestas que buscan llevar dinero a sus hogares para satisfacer necesidades ingentes. Todos los días, desde la mañana hasta bien entrada la noche, compran, venden, recuperan, ganan, miran cuentan y guardan sus utilidades. ¿Dónde si no se humaniza esa Ley de la oferta y la demanda tan loada por los economistas? ¿No están en la esencia del comercio?
Un buen día alguien se topó en piedra cuando quiso arreglar un permiso municipal para vender su mercancía en la vía pública. No se lo dieron y entonces pensó: ¿Y para qué necesito permiso? ¿Qué acaso no vivimos en un país libre? ¿No existe, eso que llaman libertad de comercio? Pero de todos modos lo corrieron de donde estaba y él se fue, pero sólo caminó un poquito más allá. A donde llegó se encontró con otras personas igual que él. “¡Pásale a lo barrido!” le gritaron. Sacó sus mesa de tijera, abrió su tumpiate de maravillas y lo puso sobre ella. Gritar, enseñar y vender fue, en adelante, un solo impulso. Llegaron entonces los inspectores y los quisieron echar fuera de donde estaban: ¡Ya mario! dijeron todos. Buscaron piedras, improvisaron macanas y echaron madres: no los despejaron del lugar. En la noche organizaron guardias, mientras unos dormían los otros vigilaban: no fuera a ser el diablo. En torno a un improvisado vivac empezaron a charlar, se contaron sus experiencias y llegaron a la conclusión de que solamente unidos podrían prevalecer en aquel sitio contra la opinión del Gobierno. Allí mismo formaron su unión y muy temprano, en la mañana, se fueron a entrevistar con el Presidente Municipal y pudieron conseguir, ya “de perdis”, un disimulo de la mera mera autoridad. Ái verían después.
Lo que sucedió con ese grupo de ambulantes, sucedió con otros. Hicieron bola en uniones, sindicatos y grupos desempleados. Pocos días después los visitaron los dirigentes del PRI, del PAN, del PRD, de otros partidos políticos. Muy bien al principio, pero más tarde los líderes partidistas y los dirigentes del ambulantazgo adquirieron poder y se convirtieron en dispensadores de beneficios y de perjuicios. Así crearon la besana donde florecen los actos de corrupción, a la que todos le entrarían por igual. Cuando se tiene necesidad, hambre y no hay trabajo, todo se vale.
Por eso el ambulantaje se convirtió en una lacra de la sociedad. Ahora todo es confuso y los comerciantes nómadas cada día los reubican revuelven el interés propio de sobrevivencia con la ambición de lucro de sus líderes. A los ambulantes se les extravió el raciocinio y ya no saben si la enconada defensa con que sostienen su dominio de las áreas públicas, es por su propio interés o por el de los líderes que los representan.
El comercio ambulante es verdaderamente un conflicto de naturaleza social. Crece en todas y en cada una de las poblaciones del mundo. Se quedan en el sitio donde se posesionan, lo defienden a toda costa ya sea por medio del convencimiento o a través de la violencia. Y la gente de las urbes se queja: no pueden tener una ciudad bonita, un centro histórico respetable, unas banquetas sin estorbos para caminar por ellas sin miedo a ser asaltados. Por el contrario, sufren los estragos del carterismo, soportan los malos olores de las fritas y verduras podridas, les suceden accidentes por resbalones, etc, etc.
Pero no exageremos. Necesitamos pensar que si la gente pobre no tuviera a mano la alternativa de vender algo en las calles, lo que sea, nuestra seguridad urbana sería ciertamente más frágil de lo que es actualmente. Quienes denostan al ambulantaje y lo califican de presencia antiestética en banquetas, calles y plazas públicas; o de ser desleales competidores no pagan impuestos, ni renta ni energía eléctrica del comercio establecido, deberían ponerse a reflexionar y agradecer a esta gente que hayan encontrado una vía de salida para los desempleados sin esperanza, los indígenas sin justicia y los asalariados mal retribuidos: vía que puede ser honesta, si se le tolera y reglamenta; que puede ser pacífica, si no se le agrede; que es capaz de contribuir al gasto público si no se abusa de ella. ¿Habrá quién lo entienda así?