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Hora cero/Antonio Flores Melo, jurista

Roberto Orozco Melo

El miércoles, muy temprano, me avisaron de la muerte de mi primo, mi maestro y mi amigo, el licenciado en Derecho Antonio Flores Melo. Toño estaba enfermo desde varios meses antes, víctima de ese terrible mal, el cáncer, que ha puesto en evidencia la capacidad de la ciencia médica para cumplir el cometido hipocrático de curar a los seres humanos que lo padecen.

Sin embargo, el vigor físico de Toño y su fortaleza moral, apuntalada en el más decantado espíritu cristiano, hicieron retroceder al padecimiento en varias ocasiones. Animoso, Toño Flores Melo dejaba el lecho del dolor, retomaba su trabajo en el Poder Judicial y se reincorporaba a la mesa de café de la que era habitual y a los desayunos que frecuentemente organizábamos los primos y sobrinos.

Hace apenas dos semanas, al regreso de vacaciones, supe que había sufrido una recaída y fui a verlo. Me recibió sentado y sonriente, pero sus ojos no tenían el brillo de optimismo que siempre le había notado.

¿Cómo te sientes, primo? -le pregunté. Él hizo un esfuerzo y moduló con energía tres palabras: “Ái la llevo”. En el curso de la conversación evocamos a nuestros ancestros: los hermanos Francisco y Fernando Melo Dávila. Toño, igual que muchos otros primos, eran descendencia de Francisco y yo, con más primas que primos, procedía de Fernando.

Recordamos a nuestras madres y tíos, todos desaparecidos. Y el hilo de la plática nos condujo a otros recuerdos. Hacía un año, más o menos, le había obsequiado una foto antigua en la que aparecen mi madre Consuelo y mis tías Antonia, María, Amalia y Lola, todas niñas, junto a otras de su grupo de cuarto de primaria, en el desaparecido Colegio de las Madres Irlandesas, en General Cepeda, Coahuila.

“Traigo traspapelada la foto, primo, a ver si me regalas otra copia”. Se la prometí, pero tardé en localizarla. Y el miércoles me dijeron: “Murió tu primo Toño”.

Flores Melo tenía tres pasiones: quería entrañablemente a su familia y luchaba por su felicidad, al lado de su amada esposa Aurora Delgado Barry y de los hijos de ambos Antonio Gerardo, que en paz descanse, Jorge Arturo, Aurora y Patricia.

También tenía un gran cariño por su profesión de abogado. Su especialidad era el Derecho Penal, acaso porque esta rama ofrece al litigante y al juzgador la oportunidad de ejercer la abogacía con un profundo sentido humano de servicio al prójimo. O porque es la que más alcanza a realizar el ideal justicia, si se cumplen los postulados de la Ley.

Después de haber obtenido su título profesional, Flores Melo inició su carrera judicial en el Juzgado Segundo de lo Penal en 1955. Luego en 1959 le ofrecieron la Delegación del Ministerio Público Federal.

Entre 1964 y 1970 ejercería la profesión, tanto en materia Penal como en las otras ramas del Derecho Público. Fue Procurador de Justicia del Estado en el gobierno del ingeniero Eulalio Gutiérrez Treviño de 1969 a 1975 y más tarde, entre 1982 y 1985 desempeñó el cargo de Secretario del Ayuntamiento de Saltillo. Luego sería Magistrado del Superior Tribunal de Justicia del Estado entre 1987 y 1993. En 1999 se jubiló en el puesto de Juez Segundo del Ramo Penal, al que había regresado en enero de 1994. En este cargo fue jubilado por edad.

Otra de sus pasiones fue la agricultura. El amor a la tierra y la terquedad en cultivarla para obtener los productos que ofrece parece ser, entre los Melo, un gene persistente, nos vaya como nos vaya. En lo general nos ha ido mal, pero no se nos quita la maña de tornar al campo, siempre con la esperanza de que sobrevenga un buen año, lo cual sucede cuando ya casi estamos decididos a abandonar la lucha; así que volvemos a comenzar invirtiendo lo ganado para perderlo a veces y a veces salir a mano.

De esas aventuras tuvo muchas mi primo, al igual que sus hermanos y nuestros otros primos.

En lo que siempre destacó mi querido primo fue en la academia. Durante 28 años sirvió las cátedras de Derecho Penal, primero en la entrañable Escuela de Leyes, en donde enseñar parecía una abnegada entrega, por los sueldos raquíticos y la falta de comodidades en las aulas. No obstante, Toño y los demás profesores fueron altamente responsables y comprensivos de las difíciles circunstancias del presupuesto universitario y jamás faltaron a sus clases. Flores Melo impartía el Derecho Penal con una gran claridad de expresión, involucrando a sus alumnos en la solución de casos criminales que la prensa ponía en conocimiento de la sociedad. “¿Qué artículo del Código escogerías para fundar una libertad por falta de méritos? ¿Cuál sería tu planteamiento de sentencia?”. Y los alumnos debíamos redactar, ahí mismo, el proyecto respectivo.

Esa claridad que Flores Melo ponía de relieve en la cátedra como elemento esencial de una buena legislación, se ha perdido. Ahora las nuevas leyes son confusas, tautológicas y obscuras para la generalidad de los ciudadanos. Una buena ley, decía, es aquella que la persona más modesta pueda entender y argüir en su propia defensa.

Toño tenía un carácter tranquilo. Sus decisiones judiciales rezumaban humanidad y legalidad. Una sin la otra no podrían soportar el valor justicia. Generoso en lo personal, jamás dejó que una lágrima lo llevara a violar la ley, pero tampoco una amenaza. Aconsejaba prudencia a los litigantes y les recomendaba buscar en los intríngulis legales la mejor solución para el interés de sus defendidos, en lugar de los peligrosos alegatos de oreja que siguen siendo una mala costumbre.

Toño quedó con Dios. Y Dios lo tiene a su lado. En paz descanse.

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