El primer día de Enero apunté en la agenda 2003 un solo propósito: no empeñar idealmente alguna meta de orden personal. Siempre he hecho promesas de principio de año, y la mayor parte quedaron en nada; así que mi propuesta es no formular ninguna.
¿Para qué poner la mira en algo que sabemos irrealizable? No aparezco en la categoría de optimistas metódicos que buscan su mejoramiento individual por nota, a base de leer libros de superación humana y ponerlos en práctica; tampoco respondo al concepto de hombres enérgicos, emprendedores resueltos, que logran el éxito económico personal; y mucho menos poseo las cualidades netas que caracterizan a los triunfadores.
Pero cada día que pasa y con cada noticia que leo y escucho sobre cómo va el mundo en que vivimos sé que me instalo en la desesperanza: no es éste el mejor de los posibles, aunque así quieran pintarlo los entusiastas de la globalización económica y el libre comercio.
En Davos, Suiza, se reúnen anualmente los Jefes de Estado de los países involucrados por necesidad en este nuevo fenómeno de la economía mundial y, como siempre ha sucedido, las voces que gritan en el marco níveo de la región, son disonantes: ante algunas intervenciones disciplinadas, que pintan de colores el paraíso neoliberal, otras contraponen la dura realidad de la pobreza sobre la mesa de noble madera en que los países desarrollados dirigen el destino de la población mundial.
Entre las voces discordantes nos han conmovido las sudamericanas. Los presidentes de varios países, todos electos en forma democrática, presentaron la paradoja de un mundo empecinado en la injusticia que privilegia a unos cuantos sectores ricos mientras condena a la miseria a la mayoría de la población. Terrorismo, narcotráfico, pobreza, ignorancia, bajos precios para los productos agrícolas y un colonialismo sin rostro son los nuevos jinetes apocalípticos que galopan en las selvas y sabanas de Colombia, Perú, Brasil, Chile, Argentina, etc.
El Ministro de Industria y Desarrollo de Brasil enfatizó la falta de competitividad de los 290 millones de granjeros que viven en ese país -número superior a los que existen en Europa y Estados Unidos- quienes se ven marginados de la competencia global debido a los altos subsidios que los gobiernos de los países ricos pagan a sus granjeros. El planteamiento resulta dramático: “¿Cómo puede un número tan pequeño de personas ser tan poderoso como para recibir el 50 por ciento del presupuesto de la Unión Europea más los subsidios que tienen en Suiza, Estados Unidos, Japón y Corea del Sur? Eso resulta increíble para nosotros”. Y concluyó: “El mundo en desarrollo está empobreciéndose cada vez más debido a la sobreproducción y los bajos precios internacionales. Los países desarrollados deberían vender sus productos a los precios mundiales, sin subsidios”.
Alejandro Toledo, presidente del Perú, convocó a que entre las naciones desarrolladas y las que están en proceso de desarrollo se construya una carretera de dos sentidos: “Europa, Japón y Estados Unidos no pueden pedirnos –dijo- que abramos nuestros mercados cuando ellos invierten diariamente mil millones de dólares para subsidiar a su agricultura. No pueden exigir que hagamos algo que ustedes no hacen”, les demandó. No menos dramática fue la exhortación del presidente de Colombia, Álvaro Uribe, cuyo pueblo se debate entre la miseria y la inseguridad de la sociedad: “El terrorismo, a través de las drogas, destruirá nuestra Amazonia, nuestra democracia regional y nuestra democracia global”. Agregó que los asesinatos cometidos por las llamadas Fuerzas Revolucionarias de Colombia (FARC) no son crímenes políticos sino terrorismo y que es necesario el apoyo internacional para enfrentar a esos grupos. “En mi país hay miseria, desigualdad, pero por encima de todo hay terrorismo, causa de la pobreza, no su consecuencia”.
Y mientras esto sucedía en Suiza, en México y concretamente en Saltillo, una voz que parece sembrar en el desierto coahuilense se levantó, así mismo, para denunciar los riesgos del apartado agropecuario en el Tratado de Libre Comercio. “Los campesinos mexicanos quedarán en desventaja y por ello será imposible lograr la autosuficiencia alimentaria. El pueblo dependerá del extranjero para alimentarse y en el futuro tendremos que sujetarnos a ellos (los países desarrollados) enviando soldados a la guerra o cediendo ante las políticas laborales de las empresas trasnacionales”, advirtió aquí, anteayer, el Obispo de nuestra Diócesis, don Raúl Vera López.
Este es el panorama nacional y mundial de un mundo que se niega a responder al compromiso de la justicia social, sordo a la voz de los pobres y engolosinado en hacer posible las utilidades materialistas de sus propias sociedades.