Fui la otra tarde a la plaza San Francisco, por no tener mejor qué hacer, en busca de mi amigo, el filósofo, de quien hacía meses no tenía noticias. Pensé que su charla me ayudaría a limpiar la modorra que me embarga periódicamente e impide que cumpla mi compromiso con los periódicos que publican esta columna.
Tuve suerte, pues encontré al sujeto de marras. Estaba sentado en su banca; inclinando el tórax sobre sus propias piernas sostenía su rostro y su cabeza con ambas manos. Su mirada parecía puesta en un punto lejano, acaso en el empeño de aprehender los misterios de la vida. No advirtió mi arribo, así que me senté a su lado sin hablar y adopté su misma postura. Creo que transcurrieron minutos antes de que el pensador advirtiera mi presencia y yo su asombro:
¿Y ahora a usted qué le pasa? Mire nomás, parece chango...
“No me pasa nada contesté pero primero se saluda: buenas tardes y feliz año nuevo”.
Buenas tardes tenga usted y dígame qué lo trae a este lugar...
“No parece estar el horno para bollos” pensé, arrepentido de haber interrumpido las disquisiciones del filósofo. Nada especial me trae por aquí. Simplemente pasaba y tuve la ocurrencia de saludarlo”...
Pues qué ocurrente es usted, que ni siquiera imagina lo que interrumpió con su presencia. Estaba muy cerca de descubrir lo que es el alma...
Habrase visto pensé en silencio a este señor le preocupa saber qué cosa es el alma. Cuántos pensadores han invertido la totalidad de su vida averiguando lo mismo sin fruto alguno... y él dedica sus abstracciones a ese inútil intento...
“¿El alma de los seres humanos?” pregunté por no dejar....
El alma de todas las cosas, ignorante. ¿Acaso no sabe usted que también los animales, los vegetales, las piedras y hasta los microbios tienen alma?...
“Pues eso tendría usted que probarlo. No estoy dispuesto a venir hasta acá, en busca de conversación, y encontrarlo hecho un mar de confusiones, y lo que es peor: sentir que me arrastra a ellas sin deberla ni temerla”.
Me clavó la vista, intrigado por la exaltación de mi respuesta. Arrugó el entrecejo, chasqueó los dientes, apretó dos veces su nariz entre el pulgar y el índice de su mano derecha y se rascó la calva antes de interrogarme:
¿Usted tiene madre?...
Respondí: “Claro, mas para ser preciso le diré que ya no la tengo, aunque es evidente que la tuve; si no ¿cómo podría estar conversando con usted?”...
No permaneció callado, se frotó las manos y abundó en su tema:
Bien dicho. Y su madre tuvo alma ¿o no?...
Porque si no la tuvo, tampoco usted la tendría; ni yo, que se lo estoy preguntando. Eso quiere decir que los seres humanos tenemos alma.¿O no?....
Lo tengo pensé está atrapado. “En efecto: los hombres y las mujeres tenemos alma, pero usted ha aseverado que también la tienen los objetos, las cosas y la materia: ¿cómo lo prueba?”...
Muy fácil, escúcheme: Todas las madres tienen un costurero con hilo y agujas. Por lo tanto su madre también lo tuvo ¿O no?... Asentí y el filósofo continuó: Muy bien. ¿Usted cree que el costurero de su madre tiene alma? “¡Claro que no!” salté. El costurero es lo que es, no siente, ni piensa ni habla: carece de alma....
— Pero es el costurero de su madre, no es cualquier otro. Usted lo identifica y dice: he aquí el costurero de mamá...¿o no?..
“Bueno, sí, en efecto, así lo pensaría y diría”...
— Entonces, ¿no cree usted que el costurero diría, al verlo: he aquí el hijo de mi dueña?... si pudiera hablar ¿verdad?...
Contesté que sí, probablemente, quizás, pero no estaba tan seguro supuesto que un costurero no habla...
Pero usted lo identificó y dijo: este es el costurero de mi madre. ¿No cree que el objeto se anunció sin necesidad de hablar, sabedor de que usted hablaría por él? ¿No harían lo mismo la vieja chalina que usaba su mamá, el ropero que guarda sus recuerdos, sus lentes o sus ganchos de tejer? ¿No es el alma de su madre que late, inmanente, en sus posesiones?...
“Pues no dije, sabedor de que mi punto de vista estaba perdido mi madre murió, y con ella se extinguió su alma y...
¿Y con ella se fue su alma? ¿Cómo, entonces, puede usted recordarla al descubrir sus cosas?...
No discutí más. Sin despedirme tomé rumbo a la casa, frustrado al no encontrar argucia favorable a mi posición ante el filósofo. Penetré al hogar y vi la máquina de coser de mi madre, en la que mi esposa pespunteaba una tela. “¿Qué es esto?” le pregunté.
“La máquina de coser de tu mamá” contestó.
“Ahora es tuya” le dije.
“Sí, pero es la máquina de coser de tu mamá. ¿O no?”
No hablamos más. En silencio, disimulé acariciar la pulida superficie de la máquina de coser de mi madre; aunque, en verdad, sólo recogía dos lágrimas que habían caído de mis ojos...