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Hora cero/El consejo del tío Luis

Roberto Orozco Melo

Es la primera hora del día primero de Enero del año 2003. Alguien golpea la puerta de nuestra casa. La abro y constato que el sonido no lo produjo alguien, sino algo: el primer periódico del año nuevo, que en días como éste, suele llegar más temprano que de costumbre. Lo recojo y pienso echarle un vistazo, pero es sólo un acto impulsivo de mi formación periodística. En realidad me siento cansado a tal hora de la madrugada. El día anterior se gastó en preparativos para la cena del último día del año 2002, tan agotadores como el propio evento.

Periódico en mano, contemplo el paisaje hogareño en una mirada panorámica. En las dos recámaras se han amontonado, como pueden, los críos menores de nuestros seis hijos, en tanto los mayores, jóvenes con sangre entera, inmunes al frío de la amanecida saltillense, cuentan cantos y cantan cuentos en coro, mal guarecidos al repecho de ateridos setos y árboles rociados del jardín cercano. Los adultos, cosas que tiene la edad, permanecemos adentro de la casa, cerca de un calefactor, degustando a sorbos breves un licor dulzaino, de membrillo. En la cocina las mujeres se afanan para levantar el devastado escenario donde se preparó el tradicional condumio.

“Un año más” oigo gritar, en ánimo festivo, a uno de los jóvenes circunstantes con su copa de sidra en alto; “un año menos” pienso en ánimo reflexivo. Alguien rasguea en su guitarra algunas notas melancólicas buscando afinarla y afinarse. Al caminar duelen las coyunturas todas y me arrimo al calentador, lo que me hace evocar una vieja escena entre mi padre y yo: “¿Cómo sabemos cuando llegamos a viejos, papá?” lo interrogué, a cuenta del mucho frío que hacía una noche igual, en Parras. Me contestó en tono filosófico, frotándose las dos rodillas con las manos: “Te das cuenta de que tienes huesos”. Era verdad y no necesité esperar mucho tiempo para comprobarlo...

Durante la niñez y la juventud no pensamos de qué o cómo estamos hechos, ignoramos a nuestra estructura corpórea y nos movemos ágiles, diestros y elásticos; tenemos fuerza para cargar objetos pesados, con facilidad abrimos y cerramos recipientes; caminamos y corremos; nos inclinamos y encuclillamos; torcemos el tórax, saltamos; hacemos con nuestro cuerpo lo que nos da la gana o lo que, de repente, necesitemos hacer, sin pensar siquiera en que podemos sufrir un accidente.

De repente llegamos a la edad de los “nunca” y de “la primera vez”. El cuerpo cobra los abusos que cometimos de jóvenes, no sólo en los huesos, también en los músculos y en los tendones: el estómago, el hígado, el páncreas, la vesícula, la “postdata” y el sistema cardiovascular. Los abusos se convierten en facturas cuando llegamos a la edad adulta El ciclo es tan ineludible y preciso como una ley de física: lo que sube, baja; lo que crece se reduce; la agilidad deviene torpeza, la velocidad tórnase lentitud; la memoria se convierte en olvido, la fuerza declina en debilidad. Somos más sabios, quizá, pero somos menos capaces.

Un recuerdo me conduce a otro. Las facturas que cobra la vida fueron avaladas por mi tío Luis Melo Valdez, un hombre de reconocidas cualidades: alegre, soltero, enamorado, bien vestido, inmoderado goloso y precavido bebedor; al que un día descubrí, así mismo, como un filósofo, aunque él posiblemente lo ignorara.

Las carpas que venían a Saltillo, entre los años treinta y cuarenta, pusieron de moda la zarzuela española “Vino, mujeres y canto”. Después de verla y oírla, cada noche, mi tío la silbaba continuamente. Quizás la escucharía también en el viejo fonógrafo del perrito oyente, marca Víctor, que le conocí de niño en la casa de la calle Juan Aldama, en Saltillo, donde vivió eternamente consentido por sus hermanas solteras, Carmen y Pepa. Junto con las canciones del gran Agustín Lara, “Vino, mujeres y canto” era uno de sus temas musicales preferidos. Años después, cuando vine a estudiar al Ateneo Fuente, escuché que la silbaba magistralmente como fondo musical de su diaria caminata por la calle Hidalgo Norte, rumbo a su guardia cotidiana frente a la casa que hace esquina con la calle Lerdo, donde vivía la dama de sus sueños, señorita de las de antes a quien el tío Luis hacía objeto de constante, impertinente y galante asedio, jamás correspondido.

¿Por qué es tan enamorado, tío?, le pregunté otra mañana que nos topamos afuera de la panadería El Radio, a sabiendas de pegar en su pata de palo. Se le habían ido los ojos tras el meneado palmito de una mucama que llevaba una charola copeteada de conchas y alamares. Previo y largo suspiro, así me contestó: “Ayyy, Chito, porque es lo más bonito de la vida, que tantas cosas bonitas tiene. Nomás óime..” e incontinenti atacó, a silbido limpio, el popular tema de aquella zarzuela que remató con un consejo: “Atento Chito, ya tienes edad, tás madurillo: tú por lo pronto dedícate a las mujeres, que son lo mejor; ái después tendrás tiempo para el vino y el canto”. A partir de entonces, convencido, de que tenía edad, quise probar de todo sin escarabajeos de conciencia...

¿Por qué recordé al tío Luis Melo la noche del último y primer día del año? Empecé con la reuma y acabé en el amor. Valga pues la recomendación de mi inolvidable pariente para los jóvenes lectores, si es que tengo algunos...

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