En las clases de historia del maestro Ildefonso Villarello Vélez los estudiantes aprendíamos la relación de los hechos y nos estimulaba para intentar su interpretación mediante la curiosidad ante el acaecer histórico, a partir de las circunstancias en que se había dado cada hito y la influencia que pudo tener en los años futuros de la nación.
A fines de los cuarenta nos enteramos por la prensa nacional de la muerte de un anciano militar, lo cual no fue noticia pues era un nonagenario y la expectativa de vida en aquellos años apenas alcanzaba las seis décadas. Su sepelio, decían las crónicas, había sido modestísimo: Apenas un acto familiar privado. Al día siguiente interrogué a Villarello por qué algunos personajes con menos méritos recibían pomposas honras fúnebres y a éste se le habían negado y repuso escuetamente: “Porque hasta para morir se necesita tener suerte y palancas”.
He escuchado el mismo aserto en otras ocasiones y he constatado su veracidad. El ser humano que muere a tiempo puede salvarse del olvido; quien se tarda en partir, por las causas que sean, se sumergirá en la desmemoria de la sociedad; sus coetáneos se irán antes que él y cuando finalmente desaparezca habrán pocos para lamentar su tardío deceso, recordar su vida y exaltar sus logros.
Relativamente afortunados fueron al morir don Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón y hasta el mismo Luis Donaldo Colosio. La parca se les presentó en los instantes de su mayor gloria. Si Madero hubiese escapado al instinto homicida de Victoriano Huerta, habría sido juzgado objetivamente por la historia, sin compulsiones emocionales y bajo otra óptica diferente. Pero en aquel momento Madero era un mártir y a los mártires se les reconoce y se les deifica.
Lo mismo sucedió a Carranza, por no haber entendido la coyuntura política y militar en que se daría la elección de su inmediato sucesor en la Presidencia de la República. El general Álvaro Obregón, cuyo protagonismo revolucionario había sido definitorio para el triunfo del constitucionalismo, esperaba y exigía “justicia revolucionaria” en forma de silla presidencial. Carranza se entercó con el ingeniero Manuel Bonillas y los sonorenses se pusieron en pie de lucha, mataron al primer jefe y ensillaron en la presidencia al manco de Celaya; pero don Venustiano fue elevado al martirologio y al culto patriótico. Su enemigo, aún con el poder sujeto por su única mano, sería tachado de asesino por sus mismos compañeros de lucha.
Álvaro Obregón fue el tercero en línea que cayó víctima de sus propios errores. Tuvo a la nación en un puño y creyó que podría eternizarse en el poder. Buen conocedor de los hombres que le rodeaban dio oportunidad de ocupar la presidencia a Plutarco Elías Calles, su secretario de la Defensa, pero al término de su período manipuló al Congreso para reformar el mandato de la no reelección y se presentó como candidato. La maniobra era idéntica a la que hicieron Porfirio Díaz y Manuel González, que tan bien les salió. Pero Calles no era un disciplinado general, tenía sus propios planes.
Aprovechó la coyuntura del reciente conflicto religioso y armó a un pobre fanático para asesinar a Obregón antes de que asumiera su segundo período. Plutarco Elías Calles, marcó la vocación antirreelecionista del pueblo mexicano y creó al PNR para encauzar las ambiciones políticas de los caudillos revolucionarios; pero se quedó a gobernar tras del trono. No era presidente pero vivía y mandaba enfrente. Dos títeres le obedecieron Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez y luego se equivocó con Lázaro Cárdenas, que no aceptó su caciquismo y acertó al exiliarlo, sin asesinarlo. Calles murió de melancolía, alejado del poder. Y no hace mucho tiempo Luis Donaldo Colosio resultó mártir deificado por el gobierno salinista. La misma mano que movió la cuna del proyecto globalizador y neoliberal de México pudo haber ordenado el crimen y organizado la exaltación de quien representó una esperanza para el país.
Saber vivir y saber morir. Cuanta sabiduría hay en estas palabras.