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Hora cero/Palabras, palabras, palabras...

Roberto Orozco Melo

En estos días se dan los últimos toques a la conferencia 2003 de la Organización Mundial del Comercio que tendrá lugar a partir del día 11 de septiembre en Cancún, Quintana Roo; a un tiempo y en el mismo lugar se reunirán los miembros de varias organizaciones no gubernamentales, mexicanas y extranjeras, para discutir cómo dar la contra a los primeros.

Globalofilios y globalifóbicos perorarán, cada uno ante sus cada cuales, en el marco romántico del Caribe mexicano. Los primeros tienen el apoyo del Gobierno mexicano y los segundos están respaldados por las organizaciones mundiales de izquierda, tanto sindicales como civiles. Los primeros buscan directrices para la dinamización de su mundial dominio, el cual desean alcanzar ya, totalmente; mientras que los segundos intentan presionar a la OMC para el cambio de objetivos a favor de la justicia social y del desarrollo sustentable.

Ámbas organizaciones son como el agua y el aceite, jamás se mezclan y difícilmente ceden en sus propósitos. Si no, veamos quienes se ocultan tras los respectivos organismos e idearios. La Organización Mundial de Comercio sirve a los intereses mercantiles de los países más desarrollados de la Tierra y busca instalar rápidamente el libre comercio en la mayor parte de las naciones, así sus pobladores vivan en él subdesarrollo más deprimente. Por su parte, los integrantes de la red mexicana de acción frente al libre comercio ­sus opuestos­ quieren materializar el sueño guajiro de protección a las fuentes de empleo, a los salarios remunerativos y a un mejor sistema de vida para los sectores demográficos depauperados de los países en crisis.

Hay mil 200 millones de personas que sobreviven en el mundo con menos de un dólar diario por ingreso. Los retos que esta realidad plantea, en el presente milenio son, por lo tanto, inconmensurables. El mundo se divide entre quienes anhelan obtener mayores rentas de sus negocios, a costa de todo, y quienes plantean la urgencia de establecer una relación de justa reciprocidad entre el esfuerzo laboral de hombres y mujeres con la paga que reciben a cambio.

Ejemplo clásico de la injusticia laboral son las plantas maquiladoras en las regiones empobrecidas del mundo con el pretexto de contribuir a su desarrollo económico. Lo que los empresarios hacen, en la realidad, es sublimar la explotación del hombre por el hombre a niveles indignantes, aprovechando la necesidad de las personas y la inexistencia de un justo sistema de competencia industrial.

En nuestro país, y en nuestra entidad federativa, vimos no hace muchos años, cómo crecía un dinámico desarrollo de plantas maquiladoras en los municipios fronterizos con Estados Unidos, y aún en las zonas críticas del desempleo agrícola. Los gobiernos federal, estatal y municipales abrieron los brazos, en cordial bienvenida, a este tipo de negocios que ofrecieron empleo, simple y llanamente empleo, a hombres y mujeres sin oficio ni beneficio: muchos de aquellos eran ex-trabajadores agrícolas y muchas de estas fueron sacadas de las escuelas y de los hogares a fin de completar con el marido, el padre o los hermanos, un salario sino decoroso sí suficiente para llenar la tripa del mal año.

La mano de obra no resultó, finalmente, beneficiada con este efímero programa industrial; pero si los grandes comercios que se establecieron en las diversas cabeceras municipales, pero si los empresarios maquiladores que pagaban salarios mínimos a jornadas máximas de laborío constante, pero si los transportistas intermunicipales que conducían a los operarios y operarias desde sus lugares de origen a sus sitios de trabajo y viceversa.

Mientras se dieron las condiciones económicas que hicieron rentables dichas maquiladoras se preservó en las comunidades la sensación de un progreso estable; pero cuando nuestro país y su precaria industria resintieron los efectos de la deflación económica estadounidense por los sucesos del once de septiembre del 2001 en Nueva York, las palomitas de la maquila emprendieron el vuelo hacia otros sitios dónde era menos riesgosa su operación. Nuestras regiones y ciudades se quedaron con un residuo demográfico sin ingresos, ni empleo, ni seguro social, pero sí con mucha hambre y harta necesidad de atención por parte del Gobierno.

Estas son las consecuencias fatales e ineludibles de la globalización comercial. Apenas son unas cuantas las empresas y empresarios los que se benefician del nuevo sistema, pero son muchas, muchísimas, las personas que sufren ante la concreción de sus riesgos, siempre inminentes. Ya estamos en ello, ­nos dicen los políticos­ ya estamos a mitad del río y hay que nadar con fuerza para ganar la orilla. Aguante es lo que necesitamos, y paciencia, y prudencia, y conciencia de qué, una vez vencida la crisis, las clases empobrecidas van a sentir en sí mismos y en su familia, poco a poco, la llegada de los beneficios de la libre empresa, de los precios libres, del libre comercio y ­­¿por qué no? ­­ de la libre muerte por inanición, frío, desamparo y avitaminosis.

Cancún es, hoy por hoy, el escenario donde se reúnen los ciento y tantos países involucrados en el sistema globalizador; también es el entorno en qué, muy cercanos de ellos, sus críticos y adversarios globalifóbicos tratarán de convencer a las “buenas conciencias” de que están en un error y a tiempo de rectificar. Escépticos que somos, sólo nos queda por repetir la expresión de Shakespeare: palabras, palabras, palabras...

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