El delito de difamación fue tipificado por vez primera en nuestra historia en el código penal de 1871. Con semejante redacción ese tipo penal fue incluido en el efímero código de 1929 y en el más permanente de 1931, que poco después de cumplir 70 años de edad fue derogado por el que entró en vigor hace apenas tres meses, el primero de noviembre del año pasado, para el Distrito Federal. El texto vigente eliminó una pequeña imperfección (no se establecía el límite inferior de la pena), que se conserva en el código federal, pues allí subsiste el enunciado antiguo. En el capitalino reza hoy así la definición, consignada en el artículo 214: “Al que con ánimo de dañar comunique a una o más personas la imputación que se hace a otra persona física o moral de un hecho cierto o falso, determinado o indeterminado, que pueda causar o cause a ésta una afectación en su honor, dignidad y reputación, se impondrá prisión de seis meses a dos años o cien a seiscientos días multa o ambas sanciones a juicio del juez”.
Esa penalidad, la misma en la mayor parte de los códigos estatales (donde hay casos de penas de tres, cuatro y aun cinco años), se agrava en casi toda esa legislación cuando el ofendido es un servidor público. A las sanciones propias de la difamación se pueden agregar hasta seis años en ese caso, según el código federal.
Es verdad que en la definición misma del delito de difamación y en las reglas de su aplicación pueden fundar su defensa los periodistas y las empresas de comunicación que en el ejercicio ético de su actividad sean denunciados por difamación. Pero la existencia misma en la legislación penal, de delitos cuyo modo de ejecución es la comunicación puede generar, y genera de hecho, un efecto inhibitorio. Si al informar, analizar, interpretar u opinar un profesional de la comunicación sabe que puede caer en la cárcel, la autocensura que de esa conciencia se derive es similar a la censura, un obstáculo a la libre expresión que el desarrollo de las sociedades abiertas prácticamente ha extinguido por completo.
A partir de los pactos y convenciones de derechos humanos suscritos en todo el mundo en el medio siglo reciente, en la Comisión Interamericana respectiva fue dibujándose en la década anterior la pertinencia y aun necesidad de descriminalizar la comunicación, es decir la convicción de que la difamación no sea punible en el ámbito del derecho penal. Sobre la base de reconocer que la reputación, el disfrute de la propia buena fama es un derecho humano de gran valor, la Relatoría para la Libre Expresión de la Organización de Estados Americanos propugna su respeto mediante sanciones propias del derecho civil, como la pecuniaria. Esa preocupación, ausente en México hasta hace poco tiempo, ha cobrado vigor a causa del asedio judicial que viven no pocos medios de comunicación y que en el Grupo Reforma ha hecho que estén sometidos a averiguaciones previas su presidente y director general y no pocos miembros de su redacción.
Las transformaciones recientes del sistema político han generado otras en el subsistema de comunicación. Uno de los sostenes de la rígida estructura política que se fundó en 1929 y se consolidó en 1946, fue el eficaz control gubernamental sobre la prensa y los medios de comunicación en general. A lo largo de las décadas se configuró un mecanismo de pan y palo, en que alicientes perversos e impartidos con favoritismo se combinaron con dos formas principales de lograr el sometimiento, la represión y la corrupción.
La represión se practicaba con imaginación perversa y adquirió una variedad de matices. En los años de Echeverría, el diario El Norte, de Monterrey, estuvo sometido a dotaciones decrecientes de papel, cuyo propósito era hacerlo morir de inanición. Como el método fallara, por la reciedumbre de aquel periódico, el Presidente de la República ideó el mecanismo del golpe usurpador, que fue eficaz en Excélsior. Los ejemplos podrían multiplicarse, tanto como los que conciernen a la corrupción, que hizo ricos a empresarios de prensa y a algunos periodistas en medio de la pobreza, de todo género, de los medios que manejaban.
La maduración de la sociedad, su apertura, el paulatino desmantelamiento de los mecanismos de dominación autoritaria e ilegítima, permitieron una cada vez más acentuada distribución del poder político. Esa metamorfosis se reflejó en los medios de información, que ahora tienen que desenvolverse en mercados en los que su propia aptitud y su observancia ética los califica. Sin embargo, permanece la tensión entre el poder así modificado y los medios informativos que quieren ser libres y responsables. Y la tentación avasalladora se expresa ahora en el asedio judicial, la denuncia por difamación que hasta puede aparecer como una conducta digna y deseable en un ambiente en que el chantaje y el abuso no han estado ausentes.
Un hecho en apariencia inocuo agrava el problema. Está vigente una ley de imprenta emitida en 1917. Fue emitida cuando no se acallaban aun los fragores de las batallas revolucionarias y privilegia, por lo tanto, la solidez del aparato gubernamental en vez de asegurar las libertades de los ciudadanos. Su aspecto punitivo casi no se aplica, pero pende como una amenaza, que es posible remozar en contra de la expresión profesional y rigurosa. Como paso inicial a una transformación más profunda de la relación entre los medios y el poder y los medios con la sociedad, deróguese esa ley. Se eliminaría así un amago que puede parecer ridículo pero es inhibitorio.