“Problema que no se puede medir, problema que no se puede resolver.”
Anónimo
Podría parecer que estamos en el mejor de los mundos posibles. La tasa oficial de desempleo abierto en nuestro país en enero pasado fue de apenas 2.8 por ciento de la población económicamente activa. Con base en la encuesta mensual del INEGI tenemos, quizá, el nivel de desempleo más bajo del planeta.
Y, sin embargo, no podemos cerrar los ojos a la realidad. Millones de mexicanos que según la estadística oficial están trabajando se encuentran realmente desempleados. El número de personas que se me acercan cotidianamente para que les ayude a conseguir un trabajo es verdaderamente impresionante. Hace algunos meses una mujer —madre de una hija— se soltó a llorar en mi oficina. Llevaba meses en búsqueda de un empleo y había llegado a una situación de desesperación. La búsqueda de empleo para millones de mexicanos es una experiencia no sólo frustrante sino humillante. Los constantes rechazos se convierten en un golpeteo insoportable incluso para quienes tienen más confianza en sí mismos. La búsqueda de trabajo en México es inmensamente más difícil que la que tiene lugar en países como Estados Unidos y Canadá, con niveles de desempleo supuestamente mayores que el nuestro.
No hay correlación alguna entre la cifra oficial de desempleo abierto y la real falta de trabajo en nuestro país. Y esto es muy grave porque, si algo nos dice la experiencia en economía o administración de negocios, es que problema que no se mide es problema que no se puede resolver.
No voy a cometer ese error pueril de tantos periodistas y analistas de sugerir que el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática falsifica las cifras de desempleo. El INEGI es una de nuestras instituciones más sólidas y más profesionales de nuestro país. Pero eso no significa que sus cifras de desempleo abierto reflejen la realidad.
El INEGI utiliza una metodología internacional, avalada por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), para medir el desempleo abierto. Su definición considera empleada a una persona que trabaja una hora a la semana, aun cuando no reciba remuneración. Esta definición tiene sentido en países con seguro de desempleo u otros pagos de asistencia (welfare) porque es inconveniente trabajar unas cuantas horas a la semana cuando la remuneración es inferior a la compensación gubernamental por no trabajar. En México, sin embargo, mucha gente está obligada a trabajar en lo que sea, durante el número de horas que se pueda, porque la alternativa es morir de hambre.
El INEGI ofrece algunas encuestas adicionales a la tan insatisfactoria de desempleo abierto. La tasa de condiciones críticas de ocupación, por ejemplo, incluye a quienes trabajan menos de 35 horas a la semana por razones de mercado —o sea, porque no encuentran un trabajo de más horas—, a quienes laboran más de 35 horas a la semana con un ingreso inferior al mínimo o a quienes trabajan más de 48 horas a la semana con un ingreso inferior a dos salarios mínimos. Esta tasa se encontraba en enero de este año en 7.6 por ciento, más de dos veces y media la del desempleo abierto. Pero aun así la propia Secretaría del Trabajo ha sugerido la posibilidad de elaborar un nuevo índice de desempleo que sea un mejor reflejo de la realidad laboral de nuestro país.
Lo paradójico de la situación es que México necesita inversión para generar empleos, pero al mismo tiempo seguimos cerrando las puertas a la inversión productiva. Mantenemos restricciones en electricidad, petroquímica, petróleo, gas natural y otros campos de actividad que nos hacen importar productos que podríamos producir nosotros. Contamos también con una tasa de impuesto sobre la renta de 34 por ciento, la cual no sólo recauda muy poco sino que es muy superior a la de China y Corea del sur (20 por ciento), o a la de Irlanda (12.5 por ciento), por lo que perdemos inversión.
Es absurdo que nos lamentemos por la falta de empleo en nuestro país o por el bajo nivel de nuestros salarios si no hacemos nada para eliminar las restricciones a la inversión y si continuamos cobrando impuestos que nos hacen poco competitivos. Tampoco tienen sentido que nos quejemos del desempleo si no hemos cumplido con la premisa fundamental de que, para resolver un problema, primero tenemos que medirlo de manera adecuada.
Madero
Mañana se cumplen 90 años del asesinato, el 22 de febrero de 1913, del presidente Francisco I. Madero y su vicepresidente José María Pino Suárez. El violento fin de ese breve experimento con la democracia fue facilitado por las burlas de los periódicos y por la rebelión de Emiliano Zapata con su Plan de Ayala. Bien haríamos los mexicanos de hoy en reflexionar sobre esos hechos de ayer.