Madrid, España.- Más vale caer en gracia que ser gracioso, pero, puestos a elegir, nos quedamos con Jason Biggs. El zangolotino ha muerto, viva el zangolotino del siglo XXI, la nueva estampa del despistado con buena mala suerte.
Uno de esos metepatas que conoce a la mujer de su vida durante la convalecencia de una caída mientras celebraba el gordo de la lotería.
Un tipo perfecto para la comedia, porque con él no hay frontera entre la mala sombra y la potra. Porque desde que la saga albondiguera de American Pie le hizo caso sobrevive en un territorio donde cada trompazo lleva consigo una risa o una caricia; cada frase suya tiene el doble sentido necesario para hacer reír, meterse en un lío y enamorar a la guapa mientras pierde el tren o resbala con una piel de banana. Y todo sin enterarse.
Jason Biggs, de 25 años, es como aquellos compañeros de escuela, perfectos hazmerreír que acabaron dándonos penita en la graduación. Luego resulta que triunfaron más que nadie, pero no nos guardan rencor, a nuestro pesar. Nos sonríen y se alegran de vernos, sinceramente, y su mano nos quema en el alma, porque desearíamos que nos odiase. Pero hay más. Su pinta de suplente del equipo de Rufufú la trae puesta de casa, de sus orígenes italianos moldeados en el instituto de Nueva Jersey y en una de esas tiendas de ropa GAP, donde trabajó esperando que su cara de tonto de anuncio valiese para películas de instituto como Un perdedor con suerte, Chicos y chicas y Tres idiotas y una bruja.
Acertó, y ahora Jason ha cambiado. Ya está más cerca del Peter Sellers de El guateque que del último norteamericano virgen, aunque siga sin comerse una rosca. De hecho, tiene que casarse, en American Pie. ¡Menuda boda! (a la tercera ¿va la vencida?) para echar un polvo en condiciones. ¡Un polvo, el imperio por un polvo! Por fin.