De momento puede resultar descabellado, pero no lo es tanto. Al menos, durante los últimos años hacia allá se encaminaba el mundo: Acabar con la impunidad que amparaba actos de lesa humanidad y genocidios, una impunidad que permitía a los autores de esas barbaridades caminar, después, como si nada por el mundo.
Por eso, no hay que descartar la posibilidad de ver algún día frente a un tribunal internacional a George W. Bush, y a sus muy pequeños escuderos Tony Blair y José María Aznar. El crimen que han cometido no puede quedar impune. Así sea una simple sanción moral, exige su conducta. Están obligados a responder por los actos contra la humanidad y la civilización que han cometido.
Al momento de escribir estas líneas, hablar de la guerra en Iraq es un sofisma. La más simple definición de ese concepto plantea una confrontación entre dos o más partes. Bush, Blair y Aznar fueron a tirar al blanco a Iraq. En ese país, por más que la propaganda lo quiera, no hay guerra, hay un ataque unilateral, un ataque descomunal sin límite, una agresión sin freno: La brutal invasión y ocupación de un país por una potencia reforzada. Hay un crimen.
Grave en extremo lo que Bush, Blair y Aznar hicieron. La gravedad no se limita al arrasamiento de una ciudad y la invasión de un país, vulneraron brutalmente las instituciones y el orden jurídico internacionales que penosamente venía construyendo la humanidad y desoyeron, cuando menos, a amplios sectores de la ciudadanía que decían representar y a millones de hombres y mujeres que reiteradamente y de los más diversos lugares del mundo les pidieron no echar a andar la maquinaria de terror que lubricaron con esmero.
Ese es su crimen. Habrá que llevar a juicio a Bush, Blair y Aznar. No pueden ya caminar libremente por el mundo.
*** Los señores de la guerra podrán hablar de la pulcritud del bárbaro ataque contra Bagdad.
Podrán destacar la pulcritud con que se buscó decapitar al gobierno de Iraq, evitando un exagerado derramamiento de sangre. Podrán subrayar la precisión con la que se fijaron los blancos y la certeza con que se dejaron caer toneladas de explosivos sobre las instituciones del gobierno de Saddam Hussein. Podrán vanagloriarse de cómo lograron transmitir en vivo y, a veces, hasta en prime time, la destrucción de una ciudad y su gobierno, pero de ninguna manera podrán justificar el crimen cometido, siendo que ni siquiera encontraron resistencia y sólo los amparaba una sospecha que nunca lograron demostrar.
Los mismos videos que hoy exhiben como gloriosas pruebas del sofisticado desarrollo de las armas empleadas, los mismos discursos que hoy pronuncian para destacar la conquista de sus objetivos, las lágrimas de cocodrilo vertidas sobre las vidas perdidas y los anuncios donde divulgan su “exitosísima” campaña militar, constituyen la probanza de su crimen.
Los mismos señores de la guerra integran el dossier, el expediente en que, tarde que temprano, se fincará su juicio.
*** En el fondo, la precisión de los misiles una y otra vez arrojados contra Bagdad pegó no sólo en los edificios públicos de esa ciudad, golpeó los objetivos que el mundo se había fijado después de tantas guerras que abrieron cicatrices terribles en la convivencia mundial. Bush, Blair y Aznar arrasaron con una esperanza y atentar contra la esperanza, siempre es un problema.
Tal fue la obsesión de George W. Bush por desencadenar esa ofensiva y encubrir su incapacidad de elaborar un discurso que justificara su estancia en la Casa Blanca que, tanto él como sus cómplices, Tony Blair y José María Aznar, ni siquiera se preocuparon por ocultar o disfrazar las evidencias del crimen que habrían de cometer. Paso a paso fueron dejando huellas.
El orgullo que el gobierno de Bush exhibe por la exitosa ofensiva desplegada, en el fondo es el rostro amable del profundo fracaso de su administración. Un fracaso político, un fracaso económico, un fracaso diplomático y, quizá, aun cuando hoy parezca lo contrario, un fracaso militar que probablemente derive en un fracaso electoral.
*** Si una huella de ilegitimidad marcó de origen la administración de George Bush, la incapacidad para gobernar la economía sana que recibió fue la prolongación del desastre al que encaminaría su gobierno y enredaría a su país.
Paso a paso, Bush se fue tropezando. Desde el lamentable y condenable atentado contra las Torres Gemelas, Bush perdió el rumbo. La impresionante y justificada solidaridad que Estados Unidos recibió a raíz de aquel ataque terrorista, Bush la despilfarró. Entre los múltiples recursos que podría haber utilizado para aprovechar esa solidaridad y construir un liderazgo de enorme altura, Bush hizo de la venganza su reivindicación. Subrayó, así, el fracaso de los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Si aquel atentado del 11 de septiembre puso de manifiesto la inoperancia de los servicios de inteligencia y la ineficacia de los servicios encargados de la seguridad nacional, la cacería frustrada de Osama bin Laden volvió a subrayar esa realidad. Fueron las tropas a Afganistán sin saber, en el fondo, a qué iban y, ahí, en esa otra aventura agotó la solidaridad internacional, mientras Osama bin Laden de vez en vez dejaba saber: Aquí estoy, sano y salvo.
Peor todavía, después de aquel atentado, Bush tomó como el eje de su gobierno la lucha antiterrorista y, en aras de ella, comenzó por conculcar derechos y libertades que revestían de enorme solidez a la democracia estadounidense. Increíblemente, Bush comenzó a castigar a su propia democracia en nombre de la lucha antiterrorista que, en su concepto, aún hoy no logra justificar y comenzó a castigar los ensayos de un nuevo ordenamiento mundial basado en el derecho y el multilateralismo.
*** La obsesión antiterrorista de George W. Bush comenzó a desfigurar su gobierno.
Ningún otro asunto -pobreza, comercio, migración, economía, diplomacia, desarrollo- encontraba espacio en su discurso. Todo quedó supeditado a esa obsesión y, cuando más apretaba el paso en defensa de la causa antiterrorista, más se hundía en una aventura su destino.
Obviamente, Colin Powell no lo puede confesar ni reconocer hoy. Pero la primera derrota de la diplomacia, la sufrió él. La diplomacia que Powell proponía para Oriente Medio fracasó, esa partida la ganó Condoleezza Rice que entiende la diplomacia como capacidad de fuego. A los otros fracasos se sumó ése.
Luego, vendría la aventura en Naciones Unidas. En el horizonte del pensamiento de Bush, el máximo órgano multilateral no pasaba de ser un dolor de cabeza. Erró una y otra vez la estrategia en ese foro y habiéndose equivocado, profundizó el error. Acudió a ella, sin querer estar ahí. Comenzó a huir -como diría Jorge Luis Borges- hacia adelante. Apelaba al órgano multilateral y, cuando éste le ofreció las inspecciones como la opción para lograr el desarme de Iraq y contener el “ataque preventivo” que no encontraba justificación, Bush desesperó: La hizo a un lado, desoyó el sentir dentro y fuera de su país contra la guerra, prestó oído a las razones militares de los halcones y desencadenó un ataque que, hasta ahora, es una marcha sin resistencia rumbo a Bagdad.
Por lo pronto, las poderosísimas armas que Iraq ocultaba no aparecen y, así, la sinrazón del ataque está muy lejos de darle un argumento justificatorio a Bush y compañía. La guerra de Bush, Blair y Aznar es una simple práctica de tiro que, por más vueltas que se le dé, no constituye una victoria. Una práctica de tiro no es un combate. Si después viene una réplica no convencional, políticamente Bush, Blair y Aznar no tendrán qué responder.
*** Esas derrotas que viene acumulando el gobierno de Bush, se traducen en un grave daño para el mundo.
En su obsesión, Bush, Blair y Aznar vulneraron al Consejo de Seguridad, vulneraron la Organización de Naciones Unidas, vulneraron la Organización del Tratado del Atlántico Norte, vulneraron el proyecto de la Unión Europea y, en el fondo, trazaron trincheras en las fronteras de la diplomacia, la incontenible migración y el comercio de las mercancías, además de descuadrar un mundo que ya de por sí tenía problemas para encontrar sus equilibrios.
Sobre el saldo humano que arroje el tiro al blanco practicado en Bagdad, están estos otros daños colaterales que tocan los cimientos de una nueva civilización que no acaba de construir el nuevo edificio al que la lleva la globalización. Hoy, la única condecoración que Bush, Blair y Aznar se pueden colgar al pecho, es la de la incertidumbre como destino y el terror como una opción para responder a un mandatario que llegó al poder de una potencia, sin entender cuál era el nuevo liderazgo que debería desarrollar y equilibrar. Si el hundimiento del Prestige en las costas españolas hundió a Aznar, su nueva causa lo entierra en el fondo del mar. Si la tercera vía era la propuesta de Blair, ahora se entiende que su monumento es un misil.
Un panal de problemas que hoy no se ven pero que se perfilan en el horizonte, es la condecoración que hoy se pueden colgar Bush, Blair y Aznar.
*** Cuándo recuperará el mundo su posición original, cuándo dejará de estar de cabeza, es una interrogante sin respuesta. Sin embargo, no por ello es prematuro comenzar a recoger de los escombros de hoy, algunas lecciones y reconocer que, a pesar del poderío militar desplegado y de la insensatez hecha forma de gobierno, las sociedades han logrado construir liderazgos con la fuerza moral suficiente para pedir el enjuiciamiento, formal o no, de esos mandatarios que fueron a tirar al blanco en Iraq.