Transparencia es uno de los nuevos nombres de la democracia, requisito inexcusable del ejercicio del poder público. Si los mexicanos ganaron el derecho de designar sin trabas a sus autoridades y representantes, igualmente lo tienen para conocer su desempeño, no sólo a través de la rendición de cuentas sino también en su exposición permanente al escrutinio público.
Un eficaz movimiento civil condujo el año pasado a que la transparencia se convirtiera de aspiración social a norma aplicable al poder federal. Como otros medios impresos, los del Grupo Reforma participaron con empeño en la diseminación de los contornos de esa necesidad social y en su concreción en un proyecto de ley que al ser aprobado por el Congreso fue promulgada y publicada el 11 de junio de 2002. Fue, sin duda, uno de los mejores frutos de la LVIII legislatura. Su contenido se concentró en la administración pública federal y sólo trazó líneas generales para que los órganos constitucionales autónomos y los Poderes Legislativo y Judicial emitieran sus propias reglas, lo que formalmente se acató en junio pasado, al cumplirse el primer año de la vigencia de la Ley Federal de Transparencia y Acceso Público a la Información.
Al Grupo Reforma y a Juan Ciudadano, “nombre de pluma de un grupo de personas preocupadas por el derecho a la información” les parece que hubo insuficiencias en esos reglamentos. Concentraron su atención en las reticencias judiciales a la apertura a la información. Y en el marco del décimo aniversario de Reforma, el diario capitalino de ese grupo —que surgió con El Norte, de Monterrey y se halla presente en Guadalajara, con Mural y en Santillo con Palabra—, década que se completa el próximo viernes, organizaron junto a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, un foro internacional titulado “Transparencia en la impartición de justicia”, efectuado la semana pasada. Su bien logrado propósito consistió, por una parte, en comparar la situación mexicana con la de otros países, especialmente Estados Unidos y, por otro lado, en examinar si en México se practica la justicia a la luz pública y cuáles son los costos de que no ocurra así.
Dada la condición federal de nuestra República, es imposible hablar de “la justicia” como un todo homogéneo. La del fuero común, es decir aquélla cuya administración depende de los tribunales superiores en cada entidad, está en amplia medida todavía dominada por el verticalismo autoritario del régimen priista que se halla vigente en la mitad de las entidades. Los nombramientos de los magistrados y jueces depende aún de la voluntad de los gobernadores, apenas mediada por una tenue intervención del Poder Legislativo que, cuando se ejerce a plenitud ha suscitado enfrentamiento entre poderes.
Sobra decir que si el nombramiento de los impartidores de justicia está impregnado de opacidad, su desempeño lo está en grado mayor todavía.
En el ámbito federal es necesario analizar por un lado la situación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y por otro la del resto de la judicatura: los tribunales de circuito (colegiados y unitarios) y los juzgados de distrito. La transparencia ha corrido con suerte diversa según el caso. Tanto la Corte como el Consejo de la Judicatura (que rige a tribunales y juzgados) emitieron los reglamentos a que estaban obligados. Ambos están apenas pasando la prueba de su aplicación.
La Suprema tiene en su favor la tradición, pues en el Semanario Judicial de la Federación se publican las sentencias relevantes desde hace muchas décadas. Pero le cuesta pasar a la modernidad: apenas se pueden leer en Internet 12 sentencias, de las que sólo dos corresponden a este año. Con todo, sus sesiones son públicas (aunque están precedidas de reuniones privadas de deliberación) y se emiten resúmenes de los debates y aun transcripciones de los mismos.
No ocurre así en tribunales y juzgados. La sola vastedad de su estructura (suman 540 esos órganos jurisdiccionales) y la cultura de sigilo que ha imperado en la administración de justicia dificulta en modo extraordinario la transparencia.
También la estorban, pues no contribuyeron a remover esos obstáculos, algunas disposiciones del Acuerdo del Consejo de la Judicatura del 12 de junio pasado, que mantienen los expedientes penales en la categoría de información reservada por un plazo de doce años a partir de su conclusión; o su modo de proteger la intimidad de las partes, que es información confidencial de suyo, salvo que las propias partes admitan la publicación de nombres y datos personales. Se estipuló en ese caso una peculiar modalidad de, digamos negativa ficta, pues las partes deben señalar si están de acuerdo en aquella publicidad “en la inteligencia de que la falta de aceptación expresa conlleva su oposición para que la sentencia respectiva se publique con dichos datos”.
Fue muy claro al concluir el foro sobre la transparencia judicial que ésta es requisito para la confianza pública en el poder, para desterrar la corrupción, para favorecer el desarrollo económico y para consolidar la democracia.
No hay sistemas infalibles: “Tribunal en fuga”, recién estrenada película con Dustin Hoffman y Gene Hackman basada en una novela de John Grisham muestra la vulnerabilidad del juicio por jurado. Pero elegir la penumbra para dictar los fallos, en vez de procesarlos a la luz pública estorba la concreción del ideal republicano de justicia. Que ya no sólo ha de ser pronta y expedita sino también transparente.