“La palabra guerra justa envuelve un contrasentido salvaje; es lo mismo que decir crimen justo, crimen santo, crimen legal”.
Juan Bautista Alberdi
Hace algunos meses el escritor peruano-español Mario Vargas Llosa escribió una serie de magníficos artículos para el periódico español El País —reproducidos en México por el Reforma— que presentaban un panorama de la situación en Iraq posterior a la intervención militar anglo-estadounidense. Vargas Llosa había cuestionado en un principio la guerra, pero su actitud cambió durante su estancia en Iraq. Ahí vio la magnitud de la violencia que el régimen de Saddam Hussein había ejercido en contra de su propio pueblo.
Sin embargo, ni el presidente George W. Bush de los Estados Unidos ni el primer ministro británico Tony Blair trataron de justificar legal o moralmente la guerra contra Iraq por razones humanitarias. Su argumento ante la comunidad internacional fue que Saddam mantenía un arsenal de armas de destrucción masiva en violación a la resolución 1441 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
El tiempo ha demostrado que Iraq no tenía esas armas. El gobierno de Saddam no recurrió a ellas ni siquiera en el momento en que se colapsaba ante el embate de la intervención extranjera. A pesar del control que las tropas anglo-estadounidenses han mantenido sobre el territorio iraquí durante meses, no se ha encontrado ningún indicio de que esos arsenales hayan existido, por lo menos no en tiempos recientes.
No hay duda de que el régimen de Saddam violaba brutalmente los derechos humanos de su población. Las historias que cuenta Vargas Llosa pueden añadirse a muchas otras de reporteros y familiares de las víctimas de las peores atrocidades. Curiosamente, la misma comunidad progresista internacional que se ha escandalizado —y con sobrada razón— ante los abusos a los derechos humanos de los regímenes dictatoriales de Augusto Pinochet en Chile o de Jorge Rafael Videla en Argentina, ha preferido no interesarse en los abusos mucho peores que Saddam inflingió sobre su población. La indignación frente a las violaciones de los derechos humanos tiene con demasiada frecuencia un signo político: la derecha se inconforma ante los abusos de Saddam y la izquierda ante los de Pinochet, pero ni la derecha se indigna por los de Pinochet ni la izquierda por los de Saddam.
La gran pregunta es si la violación de los derechos humanos o el genocidio es una justificación legal o moral para una intervención armada. Habría razones para pensarlo, por lo menos en el campo de la ética.
La intervención estadounidense en Bosnia durante la presidencia de Bill Clinton buscaba detener la matanza de bosnios musulmanes a manos de serbios cristianos. En retrospectiva y sobre todo cuando se ha conocido la información sobre el sistemático aniquilamiento de bosnios y la violación de mujeres de esta etnia, puede argumentarse que la intervención que llevó al derrocamiento y enjuiciamiento de Slobodan Milosevic estuvo moralmente justificada. De la misma manera hay buenas razones para argumentar que la comunidad internacional debió haber intervenido en Chile para impedir los asesinatos y torturas del régimen de Pinochet y en Ruanda para evitar el genocidio que se llevó a cabo abiertamente en ese país.
Parece ser un motivo de vergüenza para el mundo que nadie se haya atrevido a hacer nada para detener esas matanzas. Ahora bien, si el genocidio o la violación de los derechos humanos es una justificación para una intervención militar, la duda es en qué condiciones se puede permitir y quién puede ordenarla.
No se pude simplemente permitir que un país, como Estados Unidos, determine qué intervenciones están justificadas y cuáles no de conformidad con sus intereses más estrechos. Esto nos llevaría a una situación que justificaría por razones humanitarias el ataque a Iraq pero no una intervención en contra de un país con los mismos abusos pero con un régimen de derecha como el de Pinochet.
El hecho de que nunca se encontraron armas de destrucción masiva en Iraq ha obligado a los gobiernos estadounidense y británico a tratar de justificar de otras maneras su intervención militar. La única justificación posible es la que sugiere Vargas Llosa: liberar a un pueblo de su dictador. Éste es en el fondo el argumento de Bush y Blair cuando afirman que el mundo es hoy mejor sin Saddam. Pero las consecuencias legales y morales de sostener que las grandes potencias tienen derecho a derrocar a los malos gobernantes del mundo son aterradoras.
No se olvida
Hubo un momento en que la celebración del 2 de octubre tenía un sentido político. Hoy es excusa para el vandalismo. Y la policía, que en 1968 era represora, hoy se vuelve cómplice.
Correo electrónico: sergiosarmiento@todito.com