En México los mayores escándalos en curso proceden del “Pemexgate” y los Amigos de Fox, por irregularidades cometidas durante la campaña presidencial pasada. En Estados Unidos se desarrolla un extenso debate jurídico para impedir que los grandes donadores en los procesos electorales (las corporaciones) terminen por apropiarse del gobierno.
El que dijo que la democracia es apenas el menos malo de los sistemas políticos modernos, probablemente estaba pensando en las campañas políticas. Después de bregar durante miles de años con distintos mecanismos para decidir los asuntos del poder, el grueso de la Humanidad ha decidido que es más civilizado recurrir al voto de la mayoría que a la guillotina, a las bayonetas, a las monarquías hereditarias o al partido único a la hora de decidir el cambio de gobernantes. La democracia suele ser menos sangrienta y desestabilizadora (excepto en Argentina, en donde se las han arreglado para hacer un tango de los procesos electorales ). Pero con todo su “charm” y alto raiting, la democracia todavía no puede resolver su bestia negra: El financiamiento de las campañas políticas.
No es casual que los principales escándalos políticos en México tengan este origen. En realidad ningún partido escapa en materia de irregularidades. Además de las investigaciones en curso sobre el PRI y el PAN, también el PRD ha sido multado por violar la normatividad establecida por el IFE; y el panorama en los partidos pequeños es aún más escandaloso: La mayoría están controlados por alguna familia y por pequeños clanes que han hecho verdaderas fortunas especulando con el millonario subsidio que les otorga el gobierno. Es decir, el desaseo es generalizado.
Ahora bien, no se trata de una incapacidad innata del mexicano para poner en práctica soluciones democráticas. Es cierto que nuestra clase política aún no se despoja del todo de los resabios autoritarios que hacían de los procesos electorales una extensión de los deseos del presidente en turno. Pero si sólo fuera ese el problema, bastaría una normatividad más estrecha por parte del IFE y mayor severidad en los castigos para erradicar, paulatinamente, tales desviaciones. En realidad el problema va más allá de México; tiene que ver con una falla aún no resuelta de los sistemas democráticos en la sociedad moderna.
En las sociedades de mercado las ofertas políticas, los partidos y los candidatos, se han convertido en una mercancía. Es decir, son un producto que debe colocarse en el mercado de consumidores y por lo mismo está sujeto a leyes del marketing. El éxito depende cada vez menos de las bondades de la mercancía y cada vez más de la construcción de una imagen favorable entre el público consumidor.
No hay forma de que un candidato en campaña sea escuchado directamente por el votante en una comunidad integrada por millones de personas. El candidato y su partido tienen que recurrir a los expertos de imagen, por un lado, y a la chequera para bombardear a los medios de comunicación, por el otro, con el propósito de hacer un contacto favorable con el electorado. Lo cual remite, necesariamente, al asunto del financiamiento.
Todos los estudios revelan que en los países del primer mundo cada vez es más cercana la ecuación entre dinero y triunfo electoral. Es decir, gana el candidato que más dinero logró recaudar para la campaña (ocasionalmente se dan excepciones, pero cada vez suceden con menor frecuencia).
En la medida en que esta ecuación se hace más contundente (a mayor dinero mayor certeza de triunfo), el espíritu democrático queda mutilado. Los verdaderos electores, los que determinan el triunfo de un candidato, no son los ciudadanos votantes, sino los grupos de interés económico que definen a cuál candidato financiar. El caso de George W. Bush y su vinculación al poderoso grupo de la industria petrolera ilustra la manera en que un político de tercer nivel (salvo por el apellido) logró imponerse a sus colegas republicanos y, posteriormente, al candidato demócrata para llegar a la Casa Blanca. Y peor aún, el caso de Bush ilustra también la manera en que, una vez en el poder, el candidato exitoso gobierna a favor de su mecenas. Nadie pone en duda que el actual gabinete constituye una dirigencia formada por y gobernando para los intereses corporativos. Por eso es que en estos momentos en Estados Unidos se desarrolla un extenso debate jurídico para tratar de acotar esta enorme falla del sistema político. Pero son tantas las leyes que buscan regular el monto y la naturaleza de las donaciones, que se requiere una madeja de expertos para determinar la estrategia de financiamiento de cada candidato. Lo cual lo único que ha conseguido es acentuar la brecha: Sólo los candidatos arropados por abogados y especialistas en campaña logran sortear el campo minado de las regulaciones y pueden obtener las donaciones decisivas.
Con toda razón México siguió otro camino. A sabiendas de que bastaría una reunión de los pocos multimillonarios del país para determinar cuál candidato harían ganador con sus donaciones, el Congreso optó por un modelo mediante el cual el erario público financiara las campañas. El principio es impecable: Se otorgan recursos de acuerdo a la proporción del voto que cada partido haya obtenido en el pasado. Es decir, es el pueblo (con su voto) y con su dinero (el presupuesto federal) el que determina la manera en que se financia a los partidos, y de esa forma se eliminan distorsiones. ¿Perfecto no? Pues no. Pero ello amerita otro artículo la próxima semana. (jzepeda52@aol.com)