Hay una escena que no quise... que no pude ver. Al menos no completa. Es ésa que promocionaba Joaquín López Dóriga en el noticiero central del Televisa, a comienzos de esta semana.
En la pantalla –a través de lo que parecía una cámara oculta- se veía la cocina de una casa de clase media. Un bebé estaba sentado en su sillita alta, llorando. A su lado, una mujer preparaba alguna cosa. De repente, harta, histérica, desencajada, volteaba hacia el niño que lloraba y comenzaba a pegarle repetidamente en la espalda. Desde luego, el bebé de apenas unos meses, lloraba aún más. “El caso de la nana golpeadora. Esta noche se lo presentamos”, decía la voz de López Dóriga.
El periodismo es un servicio a la comunidad, se supone. El periodismo muestra la realidad para que el público la juzgue o la analice, según sus ganas. Y se supone también que por “mostrar” la realidad, tal y como sucede, el periodismo no comete ningún pecado, ninguna atrocidad.
Sin embargo, ante escenas como ésta, puede uno preguntarse: ¿Hasta dónde tiene el periodismo derecho a llegar? ¿Cuál es el límite entre la profesión y el morbo? ¿Era justo mostrar cómo eran fusiladas las mujeres en Afganistán –arrodilladas y con un tiro en la cabeza- por haber sido infieles a sus maridos... pero es demasiado mostrar cómo es golpeado un bebé? ¿Hay que mostrar todo o no hay que mostrar nada? ¿Quién y cómo decide lo que sí y lo que no?
No tengo ninguna de las respuestas para estas preguntas. Y, honestamente, cada día que pasa me pregunto más seriamente si, al final de cuentas, el periodismo es para mí. Porque, servicio comunitario o no, el periodismo también es un show, al periodismo también se le mide los niveles de audiencia, también el periodismo tiene auspicios exclusivos.
Y esta semana, el pez que por su boca muere soy precisamente yo. Soy periodista, oficialmente desde los 19 años, cuando conseguí mi primer trabajo en este oficio. O desde los cuatro, cuando quería montar un caballo enorme, mi mamá me decía que no, yo preguntaba por qué, ella respondía que porque no. Y yo gritaba diciendo que “porque no” no es una buena respuesta. Pero, insisto... ¿el periodismo es para mí?
Resulta que mostrar imágenes como la del niño y su niñera en la cocina abren la puerta para hablar de cosas importantes, para preguntarse por qué en los últimos cinco años los índices de violencia infantil han aumentado de una manera escandalosa. Por qué en el mismo período el índice de suicidios infantiles creció en México a la escalofriante cifra del 62 por ciento. Mucho más que en cualquier otro país del mundo. Rusia 5.3 por ciento. Brasil 13 por ciento. India 54 por ciento. México 61.9 por ciento. Es que, según parece, para muchos la vida se ha vuelto insoportable ya desde la infancia.
Es cierto, en México se suicida mucho menos gente que en China o en Rusia. Pero... ¿y eso qué? De todos modos aquí se quitan la vida 3,400 personas cada año.
Pero con mostrar alcanza. La gente del noticiero de López Dóriga puso una encuesta en la página de noticias de esmas.com donde unas dos mil personas opinaron sobre “el caso de la nana golpeadora”. Y lo curioso, es que, sin pensar en que mucha gente en este país se ve obligada a dejar a sus hijos en manos de terceros para salir a trabajar, casi un 35 por ciento de los votantes opinaron que la culpa era de los padres del bebé golpeado por la niñera.
Esa es la irrefutable prueba de que a veces el periodismo que convierte en un de-for-ma-dor más que en un for-ma-dor de opinión. Esa es la prueba de que, por mostrar lo que quizá nunca debería haber salido al aire, se termina condenado a los padres que quizá no tuvieron más remedio que salir a trabajar los dos para comprar la leche de ese bebé. Y porque quizá acabaremos poniendo careta de brujas a todas las nanas del país... y no es justo.
Ustedes sabrán disculpar mi falta de objetividad periodística. Pero hay escenas de la “realidad”, que yo no quiero... no puedo ver.
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