El 2 de octubre es para muchos mexicanos un gran dolor. Un dolor personal para unos, un dolor colectivo para otros. Pero –imposible de negar- es también una excusa para quienes buscan siempre la oportunidad de ejercer el vandalismo.
Este jueves, en la conmemoración de la matanza de 1968, miles y miles de personas marcharon pacíficamente. Muchas otras rompieron casi todo lo que encontraron a su paso.
Dos sucursales de Bancomer, una de Bital, una de Scotianbank Inverlat, los edificios de los periódicos El Universal, Excélsior y La Prensa, el Mercado de Discos, dos sucursales de Oxxo, un Mc Donald´s, tres agencias de coches, la Torre del Caballito donde están las oficinas del Senado, instalaciones de Televisa, dos camionetas dela misma empresa, 18 pedestales del Paseo de la Reforma y mucho, muchos más. Todo eso, fue destruido por unas doscientas cincuenta personas. El ministerio público logró detener a setenta y cinco de ellas. Cincuenta eran menores de edad.
Reclamaban –se supone, porque en realidad, nunca hicieron un reclamo verbal- una investigación seria sobre las personas que fueron responsables de aquella matanza que, 35 años después, sigue impune.
Es horrible eso de descalificar a las personas porque son jóvenes o porque son viejas, pero... a muchos de esos menores de edad que fueron detenidos el jueves, mientras robaban y rompían cristales de coches y tiendas a su paso, le faltaban al menos 18 años para nacer cuando lo del Tlatelolco. ¿Son todos ellos hijos y hermanos menores de los muertos de entonces? ¿De dónde sacan tanta furia, tanta saña?
Yo sé de heridas abiertas que nunca cierran. Nací en un país azotado por una dictadura militar, donde 30 mil personas desaparecieron para siempre. Y donde la “violación de los derechos humanos” era la manera “cool”, de resumir las atrocidades que cometía un régimen perverso y desenfrenado.
Claro que no tenía la edad para haber sufrido en carne propia todo eso. Pero, como buen melancólico, cuando comencé a vivir el periodismo llegó un momento que no pude más sentarme a escribir un libro completo sobre el asunto. Esa era una manera de exorcizar un pasado agobiante con el que viven muchos argentinos. Y era también una forma menos violenta que la que habían elegido muchos de mi generación, que en los noventa seguían aventando granadas incendiarias en las manifestaciones de la Plaza de Mayo.
No hace falta decir que sólo unos pocos militares fueron encarcelados para “pagar” la culpa de cientos, que ejecutaron los actos de barbarie. Eso quiere decir que México no tiene la exclusividad de un dolor que no se termina. Lo mismo han de poder decir los paraguayos, lo uruguayos, los chilenos, los guatemaltecos. Los judíos, los palestinos. Y muchos otros pueblos del mundo.
El jueves, lo desesperante no fue sólo ver el vandalismo. También era desesperante ver la quietud de la policía. La misma que había mostrado al principio de la semana, cuando otras personas y por otras razones (¿por otras razones? La violencia se parece siempre tanto a la violencia) destruyeron instalaciones del Senado.
Los daños de este jueves, fueron calculados en principio en unos diez millones de pesos. Sin embargo, la policía apenas si esquivó los golpes de los autodenominados anarquistas. Y no reprimieron esos desmanes, porque –dicen- si no se les van encima los de Derechos Humanos.
Pero, ¿que no tienen también derechos humanos los dueños de los pequeños puestos de periódicos que igual que todo lo demás, fueron destruidos hace dos días?
Esta semana, el periódico La Crónica hablaba en su portada de la “doble moral del jefe del gobierno capitalino”, que instala el uso de alcoholímetros para evitar que quienes conducen en esta ciudad beban siquiera una copa, pero permite destrucciones de este tipo.
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