Había caído la tarde. Estaban sentados en una de las bancas que se hallan en los jardines de la residencia. Negros nubarrones cubrían la bóveda celeste. Para llegar a ese lugar, caminaron por uno de los senderos a cuya vera se encontraban vetustos árboles de macizos troncos y gruesa corteza. A lo lejos, a distancia conveniente, se movían discretamente jóvenes de pelo cortado de cepillo. El par, quienes parecían conspirar, habían salido de la mansión temerosos de que hubiera escuchas, mediante sofisticados micrófonos, Dios sabe ocultos dónde. Ahí, entre la vegetación, se sentían seguros de que no trascendería el acuerdo que preocupaba a uno de ellos.
El más alto decía: necesitamos exhibir lo corruptos que son, sacarlos de sus casillas, que se muestren tal como han sido siempre, unos ladrones protegiéndose entre sí, sólo así les sacaremos después la conformidad en el asunto que interesa. El más bajo de los dos llevaba lentes como Gepeto, el que hizo a Pinocho. En el tiempo transcurrido no había pronunciado palabra alguna. Con el ceño fruncido, miraba de soslayo a su acompañante; sí, definitivamente le recordaba a Cyrano de Bergerac (comedia del francés Edmundo Rostand, 1868-1918).
Este abogado poseía una voz tiplisonante, mente lúcida y un criterio jurídico relevante. En el fondo de su corazón despreciaba a su interlocutor por su tosquedad. Lo veía como lo que era: un ranchero venido a más por azares del destino. Enfocó sus ojos semicerrados, que escondían sus íntimos pensamientos, en el grandote de San Cristóbal. Éste seguía moviendo los labios pero hacía rato que el diputado no le escuchaba. Él sabía que haría lo necesario para cumplir su cometido no requería que le dijeran cómo. Tampoco que le diera lecciones de política, nada de lo que aquél dijera le serviría. No había cosa que más le gustara que apabullar a su o sus contrincantes. Lo que habría de hacer no estaba seguro de que fuera lo correcto por lo que se vería en apuros si no medía cada uno de sus pasos. El asunto valía el riesgo, acrecentaría su fama. Había que intentarlo. Salió de su abstracción para escuchar las últimas palabras de su interlocutor: tú como titular de la cámara convocarás a la elección de un Jurado de Procedencia para el desafuero, los haremos papilla cuando se manifiesten como protectores de la impunidad una vez que pidan la reposición del procedimiento. Que lo pedirán, no te quepa la menor duda, le dijo con una amplia sonrisa.
Había pasado una semana cuando volvieron a encontrarse los dos personajes, esta vez les acompañaba un tercero cuya mandíbula revelaba una falsa dureza. Era un personaje que había dejado la caña pues había fracasado como pescador, ahora traía consigo un cencerro. Los tenemos donde queríamos, dijo el grandulón, ahora depende de ustedes que apoyen las reformas.
No te apures, apuntó el ex contralor, déjalo en nuestras manos, ya me puse de acuerdo con la profesora. Dice que habrá discusiones pero que al final aprobarán lo que sea necesario.
Tocó el turno al letrado, quien expuso con el tono de un maestro de primaria: no hay más que de dos sopas, o aprueban las iniciativas o se ponen la soga al cuello. Han dicho que su oposición a la frustrada intentona de desaforar al senador, se hizo con absoluto respeto a la legalidad. En ese infiernito gastaron toda su pólvora, no quedándoles ahora otro camino que claudicar en su rechazo a las reformas que usted propone.
Los otros soltaron la carcajada. Eso despertó a una cigarra, que dormía oculta entre el follaje de un abeto, que al despabilarse sólo alcanzó a ver grillos cebolleros que se alejaban lentamente, por lo que empezó a producir un ruido desapacible.
El único de los tres que sabía de leyes, se preguntaba si algún día el país vería un fusilamiento. Estaba claro, reflexionó, que la declaración de procedencia es un acto eminentemente político. Había, en el actuar de todos, un trasfondo de intereses, sin la más mínima pizca de hacer justicia. Los acusadores perseguían ganancias políticas. Los que defendían trataban de salvar su propio pescuezo que los otros habían puesto en el poyo para cortarles la cabeza. No me gusta esto, pensó, el asunto de los fondos de los amigos lo pudimos parar porque somos Gobierno, el día de mañana podríamos pagar con la misma moneda. Un leve escalofrío le recorrió la columna vertebral, al tiempo que se decía: no estoy ciego ni sordo, esta es la casa del jabonero.