Tengo una ligera idea de qué llevó a Saddam Hussein a dejarse atrapar. Las primeras noticias indican que su escondite fue denunciado por uno de sus guardianes que se vio tentado por la recompensa. No vivía permanentemente en el agujero donde lo encontraron los soldados americanos. Es lógico que mientras no había peligro cerca se la pasaba en la superficie, corriendo a parapetarse en su escondrijo al primer grito de alarma. El pelo hirsuto y la barba crecida no eran el resultado de su brutal aislamiento sino más bien de la estrategia para cambiar su facha con el propósito de no ser reconocido. Habría la expectativa de que, habiendo ejercido un poder absoluto, una vez que tuvo conciencia de que, si no tomaba sus precauciones, sería capturado, pudo con el dinero que, se dice, tenía a su disposición comprarse un nuevo rostro, salir de su país y con documentación falsa retirarse a vivir en Latinoamérica, en el peor de los casos. Tendría carros, alguna residencia comprada con mucha anterioridad y contacto permanente con las autoridades de su nuevo país, donde podría usar sus dólares para untarles las manos, recibiendo a cambio una amplia protección. O ¿será que he leído demasiadas novelas de Ágata Cristhie?
Si decidió quedarse en territorio iraquí, corriendo los riesgos inherentes, se confió más allá de lo que aconseja la prudencia. El fugitivo más buscado de toda la historia permitió que estuvieran al tanto de su paradero, a saber: sus hombres más allegados, los más alejados, sus familiares que lo amaban y los que lo odiaban, sus vecinos, el que le entregaba la leche, una que otra bailadora de vientre, el vendedor de periódico de su barrio, el que lavaba su coche, el bolero de la esquina y hasta la comadrona que le ayudó en el parto a su señora madre, que batalló arduamente porque ya desde entonces venía de trasero el bebé. De la misma forma abandonó su provisorio refugio. El ejército de ocupación había ocasionado la muerte a sus dos hijos Qusay y Oday a los que no se les dio ni cuartel ni tregua matándolos en el acto. No me atrevería a denostar a Saddam llamándole cobarde, pero sabiendo lo que le espera en manos de sus acérrimos enemigos, lo menos que podía haber hecho era vender caro su sometimiento. ¿Cómo se atrevió a mandar a sus hombres a pelear cuando él no ha sido capaz de hacer el esfuerzo de llevarse por delante a sus aprehensores? ¿No hubiera sido mejor morir con honor?
Igual que el cazador avezado muestra orgulloso su presa, ahora, para su vergüenza, le espera a Saddam ser exhibido como trofeo. El presidente George W. Bush, en esta Nochebuena cenará pavo relleno, de dos pechugas. De manteles largos, en la Casa Blanca, sentará a sus invitados, recibiéndolos con estricta etiqueta, en una mesa adornada por vistosos detalles navideños, sirviendo criados de librea. Todos acudirán luciendo sus mejores trapos, las damas lujosamente emperifolladas compitiendo para ver quién luce las más costosas joyas, los hombres de levita, largos faldones, con fina corbata de pajarita. Afuera, en los jardines, un inmenso árbol con luces que titilan.
Las paradojas de la vida, Saddam Hussein vivirá sus últimos días, antes de ir al paredón, solo, recostado en un camastro, su cena consistirá en un pan ácimo, un pedazo de queso rancio y leche de cabra. Quizá se asomara por entre los barrotes de una tosca ventana, desde donde se alcanza a mirar la bóveda celeste en la que brillan miríadas de estrellas, que le harán recordar a sus hijos cuando eran niños y le preguntaban curiosos quién había puesto aquellos faroles en el cielo. Apretando las mandíbulas los ojos se le rasarán de lágrimas.
Qué decepción que se le haya hecho prisionero en un sucio agujero. Se esperaba más de un hombre que había manejado un país entero con mano de hierro. No digo que no lo cogieran, qué bueno que así fue, siempre que la propaganda orquestada por Washington coincida con la realidad. Llegamos a creer que respondería como una fiera acorralada, enseñando los colmillos, sacando las garras, pero no, se arrastró como lo hace un gatito que ronronea a los pies del amo, rozando su lomo en las perneras de un soldado. ¿Nadie le dijo que las glorias en este mundo son pasajeras? Si mucho me apuran, diré que este hombre hace meses que está muerto, que se le quitaron las ganas de vivir el mismo día en que sus hijos fueron acribillados por las balas de los invasores.