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La clase política/Agenda ciudadana

Lorenzo Meyer

¿Oirá los pasos en su tapanco?

Espejo.- Hasta apenas ayer, en Argentina, el conjunto de la clase política era objeto de desprecio y odio generalizado -”que se vayan todos”—, pues su ineptitud y corrupción llevaron a ese país a la gran crisis económica del 2001 cuyos terribles efectos sociales siguen sintiéndose hoy. Al final de unas elecciones presidenciales muy accidentadas, asumió el poder un ganador que en la primera vuelta electoral no tuvo un mandato claro y al que se le escamoteó la oportunidad de lograrlo en una segunda vuelta que nunca tuvo lugar. Sin embargo y a pesar de lo difícil de su situación, o precisamente por ello, el presidente Nestor Kirchner —que antes había sido sólo gobernador de una provincia sin mayor importancia política- no dudó en enfrentar su situación tomando la iniciativa: sin titubear se enfrentó a la poderosa cúpula militar y la cambió, luego hizo lo mismo con un Poder Judicial desprestigiado. Hoy, tras lanzar una fuerte crítica a la clase empresarial, acaba de iniciar su campaña contra el hambre.

Es justamente en el espejo argentino en donde la clase política mexicana debiera verse, empezando por el Presidente y los suyos pero también los gobernadores y dirigentes de todos los partidos, incluyendo a los de oposición.

La democracia mexicana está dirigida por una clase política que, una vez más, no está a la altura de las circunstancias y ante el desprestigio acumulado, debe modificar su conducta, debe relegar sus luchas internas y concentrarse en negociar los acuerdos grandes y urgentes necesarios para dar a los procesos político, económico y administrativo, los impulsos de los que hoy carecen.

Indicadores.- Los resultados de las elecciones federales intermedias mexicanas se pueden interpretar de varias formas. Una de ellas, la principal, quizá, como un rechazo de una mayoría a los responsables de la conducción política. Para entender lo ocurrido el pasado seis de julio conviene usar como marco de referencia las anteriores elecciones intermedias: las de 1977. El PRI aún estaba en el poder pero ya iba de salida y por ello el proceso electoral fue el más limpio hasta ese momento y los resultados se pueden contrastar con los de hoy. En aquella ocasión se emitieron 30 millones 120 mil votos: el 58 por ciento del padrón. En contraste, hoy, cuando tienen lugar las primeras elecciones en un marco plenamente democrático y moderno, las cifras disponibles nos dicen que apenas 24.6 millones de mexicanos - el 41.8 por ciento— acudieron al llamado de las urnas. Y no sólo eso, sino que de quienes se tomaron el trabajo de votar en el arranque de nuestra vida democrática, casi un millón optó por anular su voto, de tal manera que apenas el 38.1 por ciento le dio su apoyo explícito a algún partido. Si lo anterior no es visto como un fracaso de todos aquellos que viven de la política, entonces es que el tristemente célebre “ni los veo ni los oigo” es ya un mal crónico y generalizado.

Adversarios con un Interés en Común.- Desde luego que vistos desde cierto ángulo y a baja altura, los cuadros dirigentes de los diversos partidos que conforman el espectro partidista mexicano son distintos y con intereses en conflicto. Un político priista tenderá a sostener que los logros de los 71 años anteriores a que el PRI perdiera el poder presidencial, son enormes. Un panista, desde la perspectiva del México deseado por Manuel Gómez Morín, puede enumerar una serie de errores mayúsculos del priismo y, sobre todo, los efectos de la corrupción institucionalizada por el “Régimen de la Revolución Mexicana”. Evidentemente un perredista puede poner el énfasis en los resultados negativos de la colaboración PRI-PAN desde 1988 y en la innegable y honda desigualdad social que ha caracterizado a México a partir del final del gobierno del general Lázaro Cárdenas.

Y sin embargo, todos ellos tienen, pese a sus diferencias ideológicas y conflictos, características e intereses medulares que los hacen miembros de una minoría: la clase política mexicana. Fueron dos teóricos italianos, Gaetano Mosca (1858-1941) y Wilfredo Pareto (1848-1923), quienes pusieron de manifiesto la existencia en cualquier sociedad de un grupo de políticos profesionales que, aunque dividido internamente y en lucha constante, en conjunto conforma una clase con intereses comunes frente al resto de la sociedad. Sobre ella se impone y de ella vive. Desde la perspectiva del grueso de la sociedad mexicana, se confirma lo atinado de la visión de los italianos: las dirigencias políticas aparecen como parte de un todo -una clase— particularmente ajeno e inepto y que no merece la confianza y apoyo de la sociedad de la que extrae recursos considerables y a la que dice conducir. Si tienen sentido de la historia y de sus intereses de largo plazo, tanto aquellos políticos que hoy controlan el Gobierno Federal como los estatales y los que dirigen a los partidos -al del gobierno y a los de oposición- deben modificar su visión y conducta y mostrar su lado constructivo, so pena de ahondar aún más la distancia que les separa de una sociedad que no está muy lejos de hacer suyo el lema de los argentinos: “que se vayan todos”, un lema imposible de llevarse a cabo, pero que puede desembocar en ingobernabilidades y retrocesos, un lujo que ya no podemos darnos.

Una Historia que no Deberíamos Repetir.- Dejemos por un momento de lado al presente y veamos rápidamente la historia de nuestra clase política para sacar alguna conclusión. Casi inmediatamente después de alcanzar la independencia, ese minúsculo grupo de mexicanos que ocupó los puestos de mando y se dedicó de lleno a organizar y a tratar de dirigir al nuevo país, empezó a dividirse en monárquicos y republicanos, yorkinos y escoceses, federalistas y centralistas, liberales y conservadores. De un lado, del radical, se encontraron sobre todo, personas sin mucha propiedad pero con educación -había muchos abogados y otros que habían pasado por los seminarios— o cargos en el ejército, algunos criollos pero un buen número de mestizos e incluso algunos indios aculturados, todos llenos de fuego y de una gran ambición personal de poder que legitimaban con la fórmula política liberal, democrática e individualista, como el único camino al progreso. Del otro lado, el de los cautos o conservadores, estaba un buen número de propietarios y grandes comerciantes, alto clero, también algunos generales y todos más criollos que mestizos. Su “fórmula política” consistía en preservar las principales instituciones y formas coloniales -entre las que destacaba la Iglesia y sus privilegios, pero también los de otras corporaciones—, aunque dando paso a la modernización y el progreso vía la industrialización protegida.

El objetivo de cada grupo fue destruir al otro para hacerse de todo el poder en nombre del bien de la nación. Ambos estaban lejos, muy lejos, de las formas de vida, preocupaciones e intereses de la mayoría de los mexicanos. Su lucha sumergió al país en una guerra civil terrible e interminable, se destruyó mucho, se perdió un tiempo histórico irrecuperable para el desarrollo económico. Al final, los liberales se impusieron, pero tal triunfo no significó una mejora en la forma de vida del mexicano promedio, sino, posiblemente lo contrario. Al final, el Porfiriato maduro buscó disolver la vieja división liberales- conservadores en un marco oligárquico en extremo; justo cuando lo estaba logrando, estalló la Revolución Mexicana bajo la divisa de restaurar los valores liberales.

No pasó mucho tiempo antes de que esa lucha política se transformara en social. Tras una guerra civil tan o más cruel que la anterior, los revolucionarios se impusieron sobre sus adversarios y los marginaron casi por entero de la vida política; lo mismo se aplastó a los “reaccionarios” cristeros que a los comunistas o a otros radicales de izquierda.

El lema democrático original -”sufragio efectivo”- quedó sepultado por el dominio completo del grupo triunfante. Nunca se le dio al mexicano promedio la posibilidad real de elegir entre dos o más proyectos, sino que la nueva élite se dijo la representante cabal del México popular, aseguró que gobernaba “para el pueblo” pero sin dejar que éste interviniera y se pronunciara libremente, pues podía interferir con la supuesta gran meta: la justicia social. Al final y como en el pasado, los intereses del México mayoritario quedaron subordinados a los de la nueva “clase política”.

La distribución del ingreso es el mejor indicador para saber para quién realmente gobernaron los “herederos de la Revolución” organizados alrededor de la presidencia y de un partido de Estado: hoy el diez por ciento del México que está en el tope de la escala social, recibe 35 veces lo que recibe el diez por ciento que se encuentra en el fondo de esa escala (Informe Mundial sobre Desarrollo Humano 2003, del PNUD, citado por El Independiente, ocho de julio).

La Nueva Clase Política.- En la segunda mitad del siglo XX y del seno de una sociedad cada vez más urbana, educada y compleja, se fue gestando una oposición que finalmente, en el año 2000, logró echar fuera de “Los Pinos” al partido que monopolizó por 71 años el poder. Un nuevo grupo, de extracción empresarial y del PAN, tomó las riendas del poder federal y amplió su presencia en el Congreso y en los estados. A una escala menor, la izquierda agrupada en el PRD, también asumió responsabilidades de gobierno.

El PRI, sin embargo, no murió; siguió vivo al mantener el control de la mayoría de los gobiernos de los estados, además de una mayoría relativa de escaños en el congreso federal. A todo esto y previendo lo que iba a suceder, en las postrimerías del viejo régimen se aprobó una generosa ayuda estatal a los partidos políticos, de tal manera que sus respectivas dirigencias pudieran vivir del subsidio y sostener sus respectivas maquinarias. De esta manera los miembros de la clase política que están en la oposición no están obligados, como en el pasado, a asaltar el poder y acapararlo como única manera de vivir de la política; se pueden ya dar el lujo de ser pluralistas.

Repetir el Patrón de la Disputa o Intentar Cooperación.- Hoy la clase política mexicana no está dividida en dos sino en tres alas y de una forma tal que dos de ellas -las mayores- están en posibilidad de neutralizarse mutuamente y empantanar el desarrollo político del país. Sin embargo y a diferencia de los dos siglos anteriores, en la actualidad el grupo gobernante opera dentro de un marco institucional que, aunque imperfecto, le abre la posibilidad a sus facciones de competir pero sin destruirse. Los resultados electorales del 2003 dejan un Congreso donde el PAN ha perdido fuerza, pero sus adversarios no la han ganado al punto de poder marginarlo y deshacer el empate logrado tres años atrás.

La pugna entre los partidos tiene la opción de seguir como hasta hoy por tres años más, empeñada en una lucha de desgaste que hace a un lado el costo que implica eso que se llama “el interés general” o puede, como ya lo apunta el discurso de sus líderes, intentar una fórmula basada en la negociación sistemática que lleve a una cooperación limitada para facilitar el cambio administrativo, económico, social y cultural que México requiere y demanda.

La decisión en el 2003 del 62 por ciento del electorado de no acudir a las urnas o de anular su voto, debe ser escuchada por las dirigencias de todos los partidos no como una ausencia sino como pasos en su tapanco y hacerles temer, si no por el bien nacional, al menos por sus intereses particulares y llevarles a todos a revisar sus estrategias.

Como se ha señalado, con el control del PRI de la mayoría relativa en el Congreso -60 senadores y 238 diputados—, más la mayoría de las gubernaturas, el presidente Fox, para ser efectivo, va a tener que moverse al compás que le marque el tambor priista o el de un improbable pero no imposible acuerdo con la izquierda.

Sin embargo, el Presidente aún puede usar para negociar el peso de su popularidad y, sobre todo, de su puesto y de la libertad que le puede dar el no tener que trabajar ya en función de lograr la mayoría de diputados o de tener que imponer a su sucesor, como era la costumbre del pasado.

Negociar el cambio y lograr la eficacia administrativa requiere hoy aceptar ceder algo para ganar algo. Los obstáculos son grandes, pues hay incompatibilidades de agendas partidistas, divisiones claras dentro de cada partido, pero el costo de no hacerlo es igualmente grande: ensanchar el golfo que ya separa a la clase política de la sociedad y embarcarse en un juego que puede llevar a que todos perdamos y nadie gane.

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