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La cola del despotismo

Gilberto Serna

Si usted dirige sus pasos hacia cualquiera de los puntos cardinales de la República Mexicana, ya sea en los pueblos desérticos del norte o en las ubérrimas tierras del sur, hallará que en estos días ha cambiado la fachada de las ciudades cuyas calles muestran abundantes cartelones, colgando de postes -dando la impresión de que se trata de ahorcados de los tiempos de la revolución de 1910- que no dicen nada a los transeúntes que miran con escepticismo la imagen risueña de los candidatos. Y usted preguntará: ¿de qué se ríen? ¿cuál es el motivo que les causa tremendo regocijo? ¿o es para enseñar parte de su dentadura, como si fuera el anuncio de un exitoso dentífrico? El país, como se encuentra, está más bien para llorar que para mostrar ese optimismo desbordante. O bien, es un semblante ensayado, para mostrar al candidato como lo que no es, un ser humano bondadoso, sencillo, candoroso e ingenuo, empapado de amor al prójimo. O, por qué no, es la alegría de un raro mexicano que, en estos azarosos días, come tres veces al día.

La gente pasa, las más de las veces distraída, sin percatarse de la existencia de esa propaganda y es que, junto con sus slogans mentirosos, ya forma parte natural del paisaje como si siempre hubiera estado ahí. Usted, observador casual, podrá advertir fácilmente un aburrimiento popular, cuando no un rechazo, por que en el fondo de cada ser subyace la idea de que esos partidos políticos, son los mismos que han provocado la crisis que tiene en la más aguda de las miserias a más de 70 millones de mexicanos. Los grupos, que participan en los procesos, no han encontrado la fórmula para que la ciudadanía se involucre. Los espectaculares, esos que aparecen en la confluencia de transitados bulevares citadinos, junto con los spots que se ven en televisión y se oyen en la radio, agregándose las inserciones pagadas en los periódicos, revelan la existencia de cuantiosos recursos económicos, pero no si el candidato, debajo de la cabellera, trae algo más que seborrea. El lema que dice: estoy a tu lado, o estoy contigo o nosotros si sabemos gobernar, o quítale el freno al cambio, lo más que produce es asco ante la desfachatez de unos y la ausencia de memoria de otros.

Las campañas no despiertan el interés popular. Los viejos estamos oyendo las salmodias que se decían hace medio siglo. En cincuenta años no ha cambiado el discurso del que promete las perlas de la virgen sabiendo que no ha de cumplir. Los asistentes a reuniones, pactadas por el poder, semejan sepelios donde el entusiasmo brilla por su ausencia, escuchándose cansados estribillos de mujeres contratadas o acarreadas por lideresas de colonias, que carecen de servicios de agua y alcantarillado. Los candidatos no convencen por que ellos mismos no están persuadidos de cuál papel jugarán. ¿Obedecerán las órdenes que les transmita el coordinador de su partido en la cámara de diputados? ¿Recibirán línea de los gobernadores que los apuntaron en sus listas, sin cuya ayuda no hubieran accedido a figurar como candidatos? ¿Atenderán obsequiosos a los intereses de los grandes capitales? ¿Harán caso a todos, menos al pueblo que los elige y les paga?

Eso está sucediendo hoy en día. De los que fueron al edificio de San Lázaro, hace tres años, la mayoría no se ha vuelto a parar en sus distritos, ni por equivocación. No han rendido cuenta de sus gestiones, salvo contadas excepciones, ni nadie espera que lo hagan. Muchos de los diputados actuales no se atrevieron a subirse al estrado legislativo, ni hicieron uso de la palabra para plantear una posición respecto a los graves problemas que aquejan a la nación. Eso explicaría, en parte, por que las campañas de ahora no logran arrancar, ni menos prosperar o agarrar vuelo. De ahí que los negros nubarrones de la incredulidad se ciernan sobre el seis de julio, amenazando con arruinar la asistencia de los electores a las casillas. Al ciudadano que, sacudiéndose la modorra, acuda a depositar su voto en las urnas, le espera la ardua tarea de decidir que círculo en la boleta electoral debe cruzar, pues los candidatos están cortados con las mismas tijeras de un despotismo que no tuvo empacho en que se le viera la cola.

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