Primera de dos partes
La élite política mexicana es singular, piensa que sus pleitos y desencuentros, su incapacidad para entenderse civilizadamente dentro del marco del Estado de Derecho, no se filtran hacia a la sociedad ni configuran una cultura y, quizá por eso, no advierte el reblandecimiento del terreno que pisa.
Años, casi una década, lleva la élite política mostrando a la sociedad que el diálogo político es de enorme inutilidad; que los acuerdos -si no derivan de la transa o la traición- son imposibles; y que, por lo mismo, el Estado de Derecho es un simple recurso retórico inaplicable en la realidad. Ha hecho, sin decirlo, de la impunidad una forma de gobierno.
Sin embargo, esa forma de entender y hacer la política se está filtrando al subsuelo. Cada vez son más los focos rojos que indican que la ausencia de la política, el desfiguramiento del valor de la autoridad y la debilidad del Estado de Derecho están vulnerando los cimientos de la República y su posibilidad.
*** En esa cultura de la confrontación, la impunidad y el arreglo bajo cuerda, 1994 marcó un parteaguas. La incapacidad de la élite política tricolor de encontrar formas civilizadas de entendimiento entre sí, llevó la sangre al río. Carlos Salinas de Gortari no supo gobernar la sucesión ni su ambición de asegurar el proyecto que emprendió. El resultado fue terrible: vinieron los magnicidios, la fuga de capital, la inestabilidad, los riesgos de ruptura en el país y, luego, el colapso económico que dejó en la quiebra moral, social, económica y política al país.
No es gratuito que el zapatismo esté a punto de cumplir 10 años y que, a lo largo de esa larga década, más allá de los discursos oficiales tricolores o albiazules, una porción del territorio nacional -reducida si se quiere- esté fuera de lo que pomposamente se llama el Estado de Derecho. Mediadores, dialogadores, concertadores oficiales han desfilado a lo largo de esos 10 años y la élite política en el poder no ha encontrado la fórmula para reintegrar respetuosa y civilizadamente a La Selva y La Montaña chiapaneca al marco del Estado de Derecho. Se ha jugado a todo. A reprimirla extraoficialmente, a doblegarla por el cansancio, a allegarle recursos sin plan, pero la realidad es que ese foco rojo, con una gruesa estela de sangre, sigue encendido en aquel rincón de la República y, de vez en vez, amenaza con la inestabilidad.
No es gratuito que, a fines del sexenio anterior, la Universidad Nacional haya permanecido cerrada durante meses por la decisión de un puñado de activistas y la indecisión e indiferencia de un presidente de la República como Ernesto Zedillo. Un jefe de Estado que, en el colmo del absurdo, le preguntaba a la comunidad universitaria qué era el Estado de Derecho mientras el principal centro de estudios del país era objeto de despojo.
No es gratuito que, hace apenas un año, se cancelara la construcción del aeropuerto internacional de la Ciudad de México en Texcoco porque la incapacidad política del Gobierno no encontró los términos de entendimiento con una comunidad que, sin saberlo, canceló una oportunidad para su propio desarrollo. Se planteó como una necesidad urgente e inaplazable la construcción de esa terminal, luego se canceló, y ahora se dice que el actual aeropuerto con modificaciones es más que suficiente. Se canceló el aeropuerto y el malestar en la comunidad sigue vivo. Vamos, ni siquiera tuvo ese municipio el derecho de participar en la elección federal.
Así, los ejemplos podrían continuar. La élite política sin importar su tinte o coloración ha renunciado, en aras de “la prudencia” -dicen-, a reconstruir y hacer valer el Estado de Derecho y, desde esa perspectiva, darle una oportunidad seria a la República. Y, por si eso no bastara, se ha dedicado a demostrar que el diálogo y el entendimiento político es un ejercicio inútil. La élite confundió el civismo con el cinismo y, al parecer, está decidida a seguirlo practicando.
*** Con esas lecciones y la idea de que hacer política es hablar días y días de política, la aportación de la élite en el poder al país ha sido devastadora. De manera más frecuente se registran hechos que lastiman los cimientos del Estado de Derecho y, frente a ellos, los responsables del ejercicio del poder responden con una frase hecha: mi Gobierno no será represor, como si alguien les pidiera reprimir nomás por hacer algo. En su descomposición, la élite política terminó por confundir la autoridad con el autoritarismo, el uso legítimo de la fuerza con la irresponsabilidad de sepultar el derecho.
Viene a cuento esta reflexión porque, en cálculos oficiales, se estima que a lo largo del sexenio se han registrado alrededor de 170 hechos de violencia social -tomas de instalaciones, bloqueos de calles o carreteras, secuestros de funcionarios, daños a edificios públicos, lapidación de autoridades o linchamiento de presuntos delincuentes-, hechos donde el Estado de Derecho ha sido una y otra vez burlado.
Así, se ha visto cómo una autopista puede quedar cerrada sin ninguna consecuencia por grupos de campesinos inconformes, cómo este o aquel otro delegado federal es secuestrado por grupos que demandan la solución de tal o cual problema, cómo se lían a balazos hasta la muerte integrantes de distintas comunidades, cómo algún grupo de vecinos se arma de valor, palos y piedras para linchar a este o aquel otro delincuente, o bien, a este o aquel presidente municipal, cómo se pueden desprender las rejas de la Secretaría de Gobernación con una camioneta sin que la autoridad se moleste, cómo se pueden tomar por asalto las instalaciones de una televisora o las de un estadio sin que la autoridad se moleste en tomar nota de lo que ocurre, cómo se puede trasladar por helicóptero a los funcionarios de la Bolsa de Valores sin molestar a los grupos que bloquean la entrada normal del edificio.
Continuará
En el colmo del absurdo y en el marco de la cultura de la evasión de las responsabilidades públicas, se han llegado a escuchar debates tan interesantes como esclarecer si la custodia de la banqueta de un edificio federal es responsabilidad del gobierno local o federal, o bien, organizar casi un simposio para determinar si un grupo de manifestantes con machete desfilan con un arma blanca o un reconocido instrumento de trabajo.
Todo para evadir el ejercicio de la autoridad sobre la base del reconocimiento de que la ineficiencia en la atención o el servicio público, frecuentemente, es la causa del desbordamiento de los canales institucionales de participación social.
*** Ese tipo de violencia social va en aumento. Se publicó hace unas semanas un recuento escalofriante: medio centenar de estallidos o rebeliones sociales o del ejercicio de aplicar la justicia por propia mano o de linchamientos o lapidaciones se ha registrado en los últimos dos meses. Algunos de ellos con registro en un mismo día.
Desde luego, la élite política rechaza que esa cadena de acontecimientos constituya un síntoma generalizado de descomposición. Echan mano del célebre discurso de “los hechos o incidentes aislados” que no configuran una realidad general.
Así, bajo esa idea y el argumento de que es mejor negociar hasta los delitos antes que aplicar el Derecho, el país viene perdiendo todo referente de lo que es un Estado de Derecho. Tan es así que hasta las órdenes de aprehensión liberadas se pueden negociar, como se puede negociar el lavado de dinero, el desvío de recursos, si eso distiende la atmósfera política que, al final, cada vez se enrarece más.
*** En la promoción de esa subcultura en la que incurre la élite política, hasta las elecciones resultan un absurdo. Se acepta el resultado cuantitativo de la elección, pero no el resultado cualitativo. Se deja llegar al poder a quien lo ganó, pero se le impide gobernar.
Así, se invierte y pervierte el valor de la incertidumbre electoral y la certidumbre política. La incertidumbre electoral que debería terminar en cuanto se conoce el resultado de la contienda, se radicaliza, acendra y prolonga y, entonces, se pierde la certidumbre política. No se sabe si lograrán los acuerdos para que el ganador pueda desplegar su proyecto de gobierno y, por esa vía, la sociedad le va restando legitimidad al hombre o la mujer electos. Se pierde el respeto a la vida institucional.
Años han transcurrido sin que el país tenga certidumbre política y jurídica, años han transcurrido sin que el Estado de Derecho reine el quehacer gubernamental y político, años han transcurrido en que, absurdamente, la élite política se ha empeñado en impartir lecciones de impunidad e irresponsabilidad. Esos años han ido generando una subcultura, donde la falta de respeto al Derecho viene reblandeciendo el suelo y resquebrajando los cimientos de la República.
La serie de focos rojos que, desde hace años está encendida, deja ver que cada día se extiende más.
La élite política debería tomar nota de que sus pleitos, sus confrontaciones, sus arreglos al margen del Derecho se están trasminando a una sociedad que, una y otra vez, se sabe desatendida u olvidada o usada por la clase gobernante y se desespera al grado de encontrar en la violencia un recurso. La élite política debería tomar nota de la obra de demolición que ha emprendido del pedestal donde está parada.