Estoy segura de que si me muero en un accidente vial será por culpa de Obras Públicas o del departamento de Tránsito. ¡Qué va! No quiero quejarme de más ni encontrar fallas a las iniciativas que se toman en la ciudad para reparar baches, mejorar caminos o construir calles. Tampoco se trata de protestar por protestar, pues sé que todo lo que vale la pena cuesta molestias y exige paciencia; pero la verdad es que, sin importar la magnitud de las obras o los arreglos, éstos nos sorprenden y nos ponen en peligro real cada vez que manejamos, especial-mente en días hábiles.
Al dar vuelta en una esquina o bajar una pendiente, al salir del estacionamiento o entrar a un sitio que casualmente no está lo suficientemente visible, de buenas a primeras y sin una advertencia que nos prepare para lo que viene, caemos en el pozo, chocamos con la piedra que cierra el camino, topamos con los “fantasmas” colocados a medio centímetro de la zanja o nos damos el encontronazo con el auto que aparece frente a nosotros porque ese día, sin previo aviso ni señal que lo indicara, se cambió el sentido de la calle.
Nada más de milagro no nos llevamos al cristiano que, como quien ve llover, ni se inmuta ante la fila de coches que voltean con el semáforo, mientras él riega el arbolito que se acaba de plantar sobre lo que apenas ayer era carril de alta velocidad, o repinta las líneas de la circulación justo cuando el tráfico es más intenso, como para asegurarse de que, efectivamente, por ahí transitan numerosos automovilistas con prisa. Sean las máquinas de SIMAS, el camión de Obras Públicas o la cuadrilla que pulveriza el pavimento, todos sabotean igualmente nuestro camino al trabajo, a la casa o a la cita; nos provocan taquicardias por lo que pudo resultar del imprevisto cambio y, por supuesto, nos hacen llegar tarde. De plano, los ciudadanos les importamos un rábano a esos servidores públicos que, lejos de prevenir un accidente, se ríen del susto reflejado en los rostros de los transeúntes, o se disponen a levantar la infracción por la carambola que resulta de la desviación del día.
Resultan notables la insensibilidad de los funcionarios respecto a peatones y automovilistas y su ignorancia de los conceptos de prevención y servicio. Sabemos que las obras se realizan cuando se puede, pero es inevitable pensar que todo está improvisado y que se hace a la buena de Dios, ignorando por completo los derechos de los usuarios en la calle, en las paradas, en la línea de autobuses, en el sentido de la circulación o de la preferencia. Adoptar las prácticas de países desarrollados que meses antes de provocar cualquier alteración al tráfico se lo informan a la gente y se lo recuerdan por medio de avisos claros y frecuentes, estratégicamente colocados, para que tomen providencias y eviten riesgos, es un sueño imposible. Incluso sin salir del territorio nacional, numerosas ciudades más pequeñas y modestas que la nuestra, suelen darnos ejemplo de consideración y respeto por el ciudadano y también de sentido común, pues cualquier accidente resulta mucho más costoso y complicado que un mínimo de prevención. Sin embargo, igual que los cascos de los motociclistas, las luces de las bicicletas y el respeto a las autoridades, parecen cosas del pasado.
Aunque nos pese, todo converge en lo mismo que comentamos día tras día y año tras año: nos falta educación. No sólo desconocemos las leyes, las normas mínimas de cortesía y urbanidad y la obligación de respetar el derecho de los demás, sino que ni siquiera nos importa. Como el crecimiento económico, los niveles de educación de los mexicanos están a la baja. Y aquí no conviene manejar los mecanismos defensivos del presidente Fox, empeñado en ver vasos medio llenos cuando están bastante vacíos. No podemos sentirnos satisfechos de alcanzar un dígito más que el año pasado o de sabernos por encima de otros países a los que les está yendo peor, porque gastamos demasiado para tan pocos logros y porque muchos pueblos nos aventajan con creces. Sobre todo, no podemos dormir tranquilos, confiados en los números y las estadísticas, cuando las cosas en la vida diaria de la mayoría de los mexicanos marchan tan mal. Si la matrícula en las escuelas es mayor que en otros años, ello se debe a que somos muchos más y cada vez existen menos restricciones para acceder a una escuela.
Cabría preguntarse cuántos egresan habiendo terminado sus ciclos completos y de ellos, cuántos aprendieron lo que debían en el tiempo y en las condiciones precisas.
En cuestiones humanas, no hay nada más efectivo para engañar que las estadísticas, porque éstas pueden obtenerse en un escritorio o provienen de bases de datos manipulables al gusto y la necesidad de quien las hace, mas no de pruebas fehacientes que consideren la calidad del trabajo realizado, el rendimiento, la conducta personal y social, el vivir de una mejor manera. Tampoco el número de escuelas tiene que ver con nuestro nivel de educación. El ejemplo más claro la da nuestra propia región, con más centros universitarios y de estudios superiores que cualquier otra en el país, pero tan alejada de la cultura y de los índices de educación que deseamos para su desarrollo justo y participativo, para un crecimiento equilibrado, donde la laboriosidad rinda mayores frutos, donde el trabajo se diversifique y traiga como resultado menos pobreza y más productividad e independencia, donde la cultura y el arte sean un anhelo y una necesidad de las mayorías.
Por su parte, el discurso político que nos envuelve es tan discutible como las estadísticas. Pienso que los argumentos de los partidos que recién obtuvieron la mayoría de votos de una escandalosa minoría de votantes y ahora se sienten dueños de la situación, es tan acomodaticia y engañosa como la de quienes afirman que el abstencionismo fue protesta madura para exhibir la falta de confianza en una clase política sin propuestas. Ojalá que así fuera, mas no lo creo. Escéptica, pero no ingenua, sospecho que entre quienes prefirieron no salir a votar hay más de ignorancia, de flojera y de falta de responsabilidad ciudadana –incluso más de protesta por la dominguera ley seca–, que la pretendida madurez civil del 70 por ciento de los mexicanos que sugieren líderes y comentaristas. Brincos diéramos, pero sabemos que no es así y tomarlo como una realidad será tan iluso como la declaración presidencial de “cero errores” y “cero problemas”. Aceptar estos razonamientos equivale a aceptar que, habiendo perdido más de sesenta días de clases entre una protesta y otra de sus profesores (sin contar otras faltas por motivos diversos), los niños oaxaqueños que finalizaron su ciclo escolar dentro del calendario normal, completaron debidamente su preparación, adquirieron todos los conocimientos y habilidades que exige la primaria y están listos para ponerlos en práctica y representar a México en cualquier foro educativo.
Es posible que mi visión del momento esté turbada por los conflictos viales que cada día me sacan de quicio. Sin embargo, no se trata sólo de eso. Necesitamos ser objetivos para valorar los logros y fracasos de nuestra gente, pues de otro modo no podremos asegurar los aciertos ni reducir los errores. Aunque afecta todo lo que hacemos y dejamos de hacer, la educación no es una palabra ni un conjunto de cifras. Vea usted a México en todos los órdenes, piense en sus múltiples problemas y dimensiónelos, reflexione sobre sus consecuencias, contrástelos con sus anhelos. Compare nuestra nación con la que le parezca más admirable y exitosa, observe la manera como afrontamos el fracaso, prevenimos la desgracia o conservamos los recursos; examine la ayuda que nos damos unos a otros, nuestra capacidad de hacer o escuchar propuestas y compartirlas; analice las alternativas de trabajo que ofrece el país, la seguridad que brinda a quienes han laborado toda la vida y a los que aún no tienen edad para hacerlo. A la abundancia, réstele las carencias y entonces decida si la educación es un sueño o una realidad. ¡Pero no haga nada de esto mientras va manejando, pues aunque el camino le sea familiar, pronto entrará a la dimensión desconocida!
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