En artículo publicado en estas mismas páginas la semana pasada por quien esto escribe afirmaba que no resulta capricho moralista o semántico de la Santa Sede el negar rotundamente la posibilidad de denominar bajo la palabra matrimonio, la unión así fuera permanente y estable que puedan mantener dos homosexuales, puesto que ello va en contra de la esencia de dicha institución social que fundamenta y da origen a la familia, la cual es a su vez la célula básica de la sociedad, al igual que tampoco se puede aplicar como sinónimo de matrimonio alguna de las novedosas formas de uniones de hecho existentes.
Formulaba dicha aseveración basándome en el reciente documento emanado de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, titulado Consideraciones acerca de los Proyectos de Reconocimiento Legal de las Uniones entre Personas Homosexuales.
Por falta de espacio me circunscribí en el referido artículo a los argumentos aportados por el documento redactado por el dicasterio que preside el Cardenal Joseph Ratzinger en lo concerniente a la injusticia que supone que determinadas legislaciones le atribuyan la palabra y los derechos propios de la institución matrimonial a las uniones de hecho que puedan darse entre homosexuales. Hoy quisiera continuar con la revisión de dicho documento dando cuenta de los argumentos que refiere para sustentar el porqué de dicha aseveración respecto de la injusticia que implica dicha posibilidad:
“En las uniones homosexuales están completamente ausentes los elementos biológicos y antropológicos del matrimonio y de la familia que podrían fundar razonablemente el reconocimiento legal de tales uniones. Éstas no están en condiciones de asegurar adecuadamente la procreación y la supervivencia de la especie humana. El recurrir eventualmente a los medios puestos a disposición por los recientes descubrimientos en el campo de la fecundación artificial, además de implicar graves faltas de respeto a la dignidad humana, (15) no cambiaría en absoluto su carácter inadecuado.
En las uniones homosexuales está además completamente ausente la dimensión conyugal, que representa la forma humana y ordenada de las relaciones sexuales. Éstas, en efecto, son humanas cuando y en cuanto expresan y promueven la ayuda mutua de los sexos en el matrimonio y quedan abiertas a la transmisión de la vida.
Como demuestra la experiencia, la ausencia de la bipolaridad sexual crea obstáculos al desarrollo normal de los niños eventualmente integrados en estas uniones. A éstos les falta la experiencia de la maternidad o de la paternidad. La integración de niños en las uniones homosexuales a través de la adopción significa someterlos de hecho a violencias de distintos órdenes, aprovechándose de la débil condición de los pequeños, para introducirlos en ambientes que no favorecen su pleno desarrollo humano.
Ciertamente tal práctica sería gravemente inmoral y se pondría en abierta contradicción con el principio, reconocido también por la Convención Internacional de la ONU sobre los Derechos del Niño, según el cual el interés superior que en todo caso hay que proteger es el del infante, la parte más débil e indefensa.
La sociedad debe su supervivencia a la familia fundada sobre el matrimonio. La consecuencia inevitable del reconocimiento legal de las uniones homosexuales es la redefinición del matrimonio, que se convierte en una institución que, en su esencia legalmente reconocida, pierde la referencia esencial a los factores ligados a la heterosexualidad, tales como la tarea procreativa y educativa”.