Para Bárbara La llamada tempranera interrumpió una noche que buscaba prolongarse indebidamente. La angustia salía de sus ojos claros: Tito Monterroso había muerto. Por primera ocasión en su corta vida llevaba el terrible mensaje. El silencio nos invadió. Habría muerto en paz, fue el primer pensamiento. Nada sabíamos de hospitales en los días recientes. La muerte es inevitable, la muerte digna todavía no es opción. No se merecía otra. Abrazar a Bárbara fue lo segundo. Me sería imposible. Le platiqué de su avanzada edad, de su obra, de su simpatía, de la “vaca” dedicada a ellas, esa que incansable y sonriente vigila el pasillo. Allí estaba esa vida larga e intensa, plena, con momentos desgarradores y otros de plenitud, como todas quizá. Pero en Augusto Monterroso había mucho más que los reflejos condicionados con que llenamos las vidas.
Autor del cuento más corto, genio de lo breve, narrador de gran eficacia, todo eso y más es cierto y, sin embargo, no es suficiente. La mitología de los grandes autores vende bien, pero a la vez los sepulta. Dos o tres referentes seguros y lo demás es oscuridad, silencio diría Tito. Quizá lo primero sería decir que cualquier etiqueta engaña. Cuento, fábula, ensayo literario, todo es cierto; sentencias brillantes, biografía como pretexto y más.
Pero Monterroso no trabajaba para un género literario. De hecho usaba los llamados géneros para decir lo que quería. Su vasto conocimiento de la literatura jamás desprendió ese olorcillo a vana pretensión: hablar justo de ese texto que los otros desconocen para construir un mundo propio. Para nada, el buscaba que la literatura sirviese a la vida, jamás viceversa. Así entiendo el profundo pacto con Bárbara Jacobs, así también su vida cotidiana en la cual la escritura era el código básico de su existencia. Escribir para ser, ser distinto, ¿mejor? La brevedad no era un propósito de artificio literario. La intención primigenia según la entendí era otra: la precisión, la justeza en el uso de la palabra. “Toda abundancia es estéril”, expresión de Mallarmé, fue la piedra de toque de uno de sus textos más recientes. Decir más con menos, evitar los desvíos, respetar el tiempo y la inteligencia del lector. El ruido que llena los oídos y las páginas aleja a los seres humanos en plena presencia. La brevedad es entonces resultado, puerto de arribo y no consigna. Pero el lector podría tener la impresión de que ese pequeño gran hombre cargaba con un actitud de laboratorio frente a la escritura. Algo de asepsia ronda. El alejamiento es inevitable, ese tipo de literatos otean de lejos. No fue el caso. “Yo no veo por qué el escritor no ha de ser ciudadano” declaró Carpentier con algo de enojo “...eso es una prevención que tuvieron ciertos estetas de principios de siglo (XX)”. El Augusto Monterroso que los jóvenes conocen, el hombre consagrado por una larga lista de reconocimientos, entre ellos el Príncipe de Asturias, fue antes que nada un ciudadano comprometido hasta la médula. Acento y otras publicaciones fueron sólo el punto de arranque de una ruta de confrontación política en contra de las injusticias y arbitrariedades de su país de origen. Estamos hablando de los remotos años de la década de los cuarenta. Sus posiciones de izquierda y contrarias y los diferentes regímenes autoritarios, cuando no francamente despóticos, provocaron persecuciones que lo llevaron al exilio. No fue sino hasta hace muy pocos años en que Monterroso recibió un homenaje en Guatemala. Combativo y arrojado, sus posturas políticas no invadieron sin embargo su literatura. Nada más lejano que la idea de una literatura de compromiso. Ambos mundos convivieron cruzados por el respeto. El ciudadano Monterroso es visto desde nuestro vecino país como un referente duro. Paradojas de la vida, para algunos atrás está la literatura. Dejemos la obra que por fortuna allí está, vayamos a la persona que se ha ido.
Ser importante debe ser agradable, lanzó con tino un joven observador de un encuentro, pero ser agradable, a la larga, es quizá más importante. Tito y Bárbara apostaron a engrandecerse con la palabra. Ella debía transformar el mundo interior, el alma hubieran dicho en el XIX. Si la literatura no sirve para descubrir mundos internos, territorios desconocidos, inexplorados, si no desnuda pasiones, si no desata energías dormidas, para qué está allí. Quizá la mejor expresión del impacto de la obra de Monterroso estaba en él mismo. Algunos han dicho tímido, reservado, puede ser sólo la superficie. Ese hombre cuidaba al detalle lo que salía de su pluma, pero también de su boca. No todo era timidez. Las vanidades del gremio contrastaban con el agradecimiento hondo de quien aquilata la vida desde lo que se tiene. La vanidad hace de los deseos una esclavitud. Tito huyó de esa posibilidad. Editor, promotor, crítico severo, maestro universitario, al pasado lo miraba sin recelo, como parte de una saga con dolor, pero espléndida.
Reírse de los otros es más o menos sencillo. Reírse sin amargura de uno mismo habla de una salud mental poco común. “La modestia es algo muy extraño -sentenció Chesterton- en el momento mismo en que creemos tenerla ya la hemos perdido”.
Modesto auténtico, poco decía de sí mismo. Por eso su compañía era tan grata, pues no reclamaba el espacio que no se le concedía. La torpeza en todo caso estaría en los otros. Irónico por naturaleza no recurría de la maledicencia para derribar a los prepotentes. Suave en sus formas, delicado, casi frágil, no necesitaba elevar la voz para dejar caer un sentencia lapidaria.
Eso agigantaba su fortaleza. Detrás de sus enormes anteojos aparecía esa mirada pícara y reposada, generosa y resignada, lista para el juego de las palabras.
Lo traté poco, mucho menos de lo que hubiera deseado. Su serenidad profunda no reclamaba refrendos. Palabra y biografía se hicieron una. Vivió a la altura de sus dichos, es decir muy alto.
Era la encarnación de su obra. Quizá por eso la larga lista de amigos tristes, porque podremos releerlo pero ya no abrazarlo.
Hace unas semanas tomé el teléfono. La intrigante música compuesta por Nietzsche en bella edición de la UNAM había sido su saludo navideño. Yo la gozaba y en ese instante decidí decírselos. Bárbara no estaba. Hay que vernos fue lo último que dijimos. Será. Gracias Tito, gracias por todo.