DE LA REDACCIÓN.- A treinta años, las heridas en Chile aún no cierran. Eso lo saben todos: los veintisiete mil policías militarizados que tienen la misión de conjurar los disturbios y los estudiantes que amenazan con protestas generalizadas; lo saben también los industriales, las amas de casa y los legisladores.
En Santiago, el duelo reposado del Cementerio General seguramente se verá trastornado por cientos de visitantes. La parte más concurrida será -como cada año- el área del fondo. Es una sección pobre, de nichos rústicos carcomidos por el salitre, conocida como “el muro de los muertos de septiembre”.
El 11 de septiembre de 1973, los aviones de la Fuerza Aérea chilena bombardearon el palacio presidencial de La Moneda. El entonces mandatario, Salvador Allende Gossens, murió en el ataque: le faltaban exactamente cincuenta y cuatro días para cumplir tres años en el poder.
Durante aquella época, decenas de miles de partidarios de Allende fueron arrestados, torturados y asesinados, en un golpe tan violento que fue necesario convertir el Estadio Nacional –con capacidad para sesenta mil personas- en un centro de detenidos.
El entonces comandante en jefe del ejército, Augusto Pinochet –que en el momento del asalto tenía sólo veinte días en el cargo- impuso una férrea dictadura y se mantuvo en la Presidencia hasta 1990. Sólo hasta ocho años después dejó la jefatura de las fuerzas armadas y fue designado senador vitalicio.
Los cálculos más conservadores estiman en tres mil el número de muertos y desaparecidos, pero reconocen que la cantidad de violaciones a los derechos humanos fue de decenas de miles. Hay quienes hablan de un número incluso diez veces mayor.
Diecisiete años de vivir bajo un régimen militar no pueden ser olvidados fácilmente: las calles de la capital todavía conservan algo de aquel orden impuesto como una dictadura férrea. Uno lo percibe cuando camina: al cruzar las arterias, los conductores dan la preferencia al peatón. Nadie grita en los andenes del metro. A veces, alguien dedica una mirada recelosa a las cámaras de circuito cerrado que vigilan los paseos comerciales del centro. Sólo de vez en cuando se agitan los sedimentos de zozobra.
Demasiadas armas
Ama de casa y madre de dos adolescentes, la señora Miriam Sánchez es uno los cientos de miles de chilenos que rememoran como propios los episodios que marcaron la vida del Continente Americano: “Allende tenía muy buenas ideas, el problema fue que no lo dejaron concretarlas. No sólo las personas de la derecha, sino mucha gente que lo acompañaba –la mujer habla con pausas, como quien le quita la envoltura a los recuerdos-. Los de la derecha porque, bueno, no les convenía y las personas que habían sido sus amigos tampoco lo ayudaron demasiado porque quisieron aprovecharse de su carácter y hacer lo que ellos buscaban realmente”.
A mediados de 1973, el gobierno de Allende intentaba organizar un país convulso, estático: más allá de las acusaciones mutuas entre la izquierda y la derecha, la escasez de alimento era una realidad tangible que afectaba a la población, lo mismo que la huelga de los mineros del cobre o las barricadas infranqueables con las que los camioneros sofocaban el tráfico en las carreteras.
De ordinario sonriente, una sombra de tribulación matiza los rasgos de la mujer cuando evoca aquellos días difíciles: “el asalto a La Moneda se veía venir. Estaba paralizado prácticamente todo el país: los camioneros tenían una huelga ya de mucho tiempo y se veía que las cosas se iban haciendo más difíciles cada vez”.
Fue entonces cuando estalló la violencia: “en ese momento había muchas armas. Había más personas armadas de las que se pensaba. Hubo tres o cuatro días en que en varios sectores de la ciudad no había servicios, solamente se sentían los balazos”.
“Las armas estaban de ambos lados. Dicen que poco antes del golpe de Estado llegaron miles de extranjeros armados a Chile. Se encontraron armas en muchos sitios. La izquierda estaba preparada para que sucediera algo así”.
El general en retiro Ernesto Videla, quien fue un cercano colaborador de Pinochet, asegura que ese momento el golpe era la única salida que tenía el país, por lo que el asalto fue inevitable y necesario. No quedaba más que hacerlo, porque no era cuestión de cálculo, y afirma que “estaba en juego el destino de la patria”.
La herencia indeseable
Más allá de los recuerdos, en Chile duele también el presente porque la división persiste. Miles de civiles, igual que doña Miriam, empujan hoy hacia delante para superar ese conflicto que separa a su patria por la mitad: “pese a que ya pasaron treinta años, los chilenos no podemos reconciliarnos todos como lo que éramos antes. Siempre hay divisiones, en todos los países. Queremos que ya se deje de hablar de los detenidos desaparecidos. El problema serio es que nunca se puede llegar a un acuerdo, algo que deje tranquilas a las dos partes”, dice.
Hace unos días, el presidente Ricardo Lagos puso sobre la mesa una propuesta para ahondar en la búsqueda de los detenidos desaparecidos y dar una reparación económica a sus familias. Como respuesta, familiares de las víctimas iniciaron una huelga de hambre de 20 días, bajo el argumento de que el proyecto estimaba rebajar las condenas a los militares que ampliaran sus informes acerca de lo ocurrido treinta años atrás.
Además, el documento contempla que muchos agentes cometieron crímenes obedeciendo órdenes de sus superiores. Gremios de profesores y enfermeras amenazan ahora con jornadas de ayuno en rechazo a los planes del gobierno.
La nación del cobre y el salitre enfrenta una herencia difícil de aquella época, sombría e inútil para algunos, amarga y necesaria para otros: la Constitución Política.
En la Carta Magna, promovida durante el régimen de Pinochet, los militares mantienen un lugar de privilegio, pues ni siquiera el Presidente está facultado para remover al comandante en jefe de las fuerzas armadas. También garantiza la presencia de los llamados “senadores designados”, que permiten a la minoría derechista tener casi tanto peso como el gobierno centroizquierdista. En estos tiempos, el gobierno chileno se enfrenta a la necesidad de concretar una reforma del Estado.
Más allá de las declaraciones, de los homenajes y las conmemoraciones que resuenan en todo el mundo por el aniversario de los sucesos de aquel 11 de septiembre, los habitantes de Chile avanzan hacia un cambio, saben que voltear hacia adelante es la única forma de comenzar a cerrar una herida que lleva treinta años abierta.
PINOCHET EN FRASES
Las siguientes son algunas frases pronunciadas por el general Augusto Pinochet:
* “Yo me voy a morir. El que me suceda también tendrá que morir. Pero elecciones no habrá”.
(La Segunda, 17 junio 1975).
* “El destino me ha traído a este puesto. Nunca lo ambicioné”.
(La Época, 16 abril 1986).
* “Con las condenas de la ONU tengo llena mi biblioteca”.
(Revista Hoy, 26 diciembre 1986).
* “Prácticamente limpiamos de marxistas la nación”.
(Revista Hoy, 23 febrero 1988).
* “Los ricos son los que producen plata y a ellos hay que tratarlos bien para que den más plata”.
(La Época, 26 mayo 1988).
* “Esos congelados buscadores de imágenes estereotipadas participaban de una común ideología: el marxismo”.
(Memorias de un Soldado, autobiografía en la que se refiere a los camarógrafos y fotógrafos extranjeros).
FUENTE: Reuters
FUERA DE CONTROL
“El golpe de Estado fue muy duro, muy malo para el país, pero tal vez las cosas pudieron haber sido peores. Estaban ya los genios muy alterados, las personas muy dispuestas a todo. Quienes le pedían a los militares que se hicieran cargo del poder lo hacían con la intención de que no pasara nada, de que no corriera sangre. Cuando llegó el momento del golpe, todos pensaban que iba a ser una cosa transitoria, de momento, tres cuatro meses, pero no más”.
“En el sur fueron días de incertidumbre, porque la gente no sabía qué iba a pasar con sus maridos en los trabajos, nadie sabía si a los que eran de izquierda los iban a echar de las empresas, si los iban a detener. En el primer momento se detuvo a mucha gente, como buscando culpables que tuvieran algo qué ver con Salvador Allende”. “Para los que no estaban vinculados a la política los días que vinieron después fueron tranquilos: para los que estaban registrados en algunos partidos políticos sí fueron días difíciles. En ese momento todo el mundo quería que se borrara su nombre de cualquier lado. Estaban muy asustados en realidad, nadie sabía qué era lo que iba a pasar”.
MIRIAM SÁNCHEZ,
AMA DE CASA CHILENA