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La historia incesante/Addenda

Germán Froto y Madariaga

Hoy se celebra el Día Internacional de la Mujer, lo que “malgrè tout”, me lleva a escribir sobre este fascinante, controvertido y diría que hasta indignante tema.

Indignante, porque a pesar de siglos de historia y de lucha constante por alcanzar la igualdad de derechos, no hemos logrado acabar con la discriminación y la desigualdad que limitan a la mujer en muchos aspectos de su vida cotidiana.

He conocido muchas mujeres en mi vida. Algunas, verdaderamente excepcionales, como María Concepción y María Aurora, mi madre y mi suegra, en quienes siempre vi personificadas de manera especial dos virtudes. La fortaleza, en la primera, y la prudencia, en la segunda.

No es que una y otra no tuvieran a la vez esas y otras virtudes más, sino que si me preguntaran con cual virtud identifico a cada una, no dudaría en dar la respuesta del párrafo anterior.

Desde que tengo uso de razón y a pesar de su débil condición física, a mi madre la veía siempre fuerte, vital. Jamás la escuché quejarse por el dolor y menos sucumbir ante él.

Hasta el día de hoy, cuando algo me agobia, me cansa y tengo el deseo casi irrefrenable de declinar algunos de mis deberes, viene a mi memoria la imagen de mi madre y saco fuerzas de flaqueza para continuar. Si ella, en su condición, todo el día trajinaba, ¿cómo puedo yo, dejar de cumplir con mis obligaciones por mero cansancio?

A su vez, doña Nora, como cariñosamente todos llamábamos a mi suegra, era la prudencia personificada. Incapaz de dar una molestia, de hacer un mal comentario o crítica en contra de alguien o de regañar. Sus llamadas de atención eran tan marcadamente maternales que no le quedaba a uno más remedio que aceptarlas.

Pero de estas dos mujeres y de todas las mujeres que he conocido en mi vida, guardo muy buenos recuerdos. Curiosamente, de ninguna de ellas podría hablar, como Martín Urieta, “de lo mal que nos pagaron”. Es más, ninguna me quedó a deber nada, antes al contrario, estoy y estaré en deuda con ellas durante toda mi vida.

No necesito precisar que mi gran deuda es con Claudia, pero lo hago para no moverme en el mundo de lo obvio, porque en estos terrenos no hay cosas obvias.

No obstante todo lo anterior, tengo que admitir que la condición de la mujer, a lo largo de los siglos, ha sido incuestionablemente inferior a la del hombre y sin remedio, lo sigue siendo en muchas partes del mundo y aún en México, aunque aquí en menor grado.

Para justificar lo anterior, permítaseme dar un breve repaso, a grandes saltos, al través de la historia y unos cuantos ejemplos me bastarán para probar mi aserto.

No quiero entretenerme en la historia antigua, pero recordemos simplemente que en tiempos pretéritos, las mujeres eran consideradas como parte del botín de guerra.

En el Código de Hammurabi, se tipificaba como delito violar a una mujer virgen, pero también la hacía culpable si era ultrajada dentro de las murallas de la ciudad, ya que, se argumentaba, ella podía haberse defendido gritando. Pero si la violación acontecía fuera de las murallas, la mujer no era castigada si se casaba con el violador.

La violencia intrafamiliar estaba permitida en estos dos casos que a continuación mencionaré: Conforme a la Ley Teutona, el marido tenía el derecho de castigar a su mujer con un bastón, aunque debía tener cuidado de “no quebrar sus huesos”. En Rusia, al casarse, los esclavos acostumbraban llevar a su mujer a su futuro hogar golpeándolas con un látigo y diciéndoles, con cada golpe: “Olvida las costumbres de tu familia y aprende las maneras de la mía”.

Cualquiera dirá que esas eran costumbres bárbaras, dentro de una sociedad de bárbaros. Pues bien, permítanme recordar el caso de Olimpe de Gougues, francesa ejemplar, quien al triunfo de la gloriosa y universalista revolución francesa, como un cuestionamiento a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, del que fueron excluidas las mujeres, formuló la Proclamación de Derechos de las Mujeres y Ciudadanas.

Esta declaración contenía principios tan claros como el del artículo primero: “La mujer nace libre y goza igual que el hombre de los derechos”. En una parte del artículo cuarto se consignaba: “El ejercicio de los derechos naturales de la mujer no tiene más límites que la tiranía perpetua que el hombre le impone”.

A los dos años de haber lanzado su famosa proclama, un tres de noviembre de 1793, Olimpe y sus compañeras de lucha fueron condenadas a la guillotina y pagaron con la vida su “osadía” de querer ser libres e iguales a los hombres.

Con todas la conocida capacidad intelectual y virtudes de los patriotas norteamericanos que formularon la primera constitución, que representa en la historia uno de los máximos documentos liberales, sus autores no le reconocieron a la mujer la calidad de ciudadana.

Movimientos organizados por las norteamericanas en 1840, o el de 1857, mediante los cuales buscaban alcanzar la igualdad terminaron mediante actos brutalmente represivos.

En un movimiento de obreras de la industria textil, que se desarrolló en Nueva York, un día ocho de marzo de 1908, fueron asesinadas 120 trabajadoras, sólo por pretender la igualdad de derechos laborales. En recuerdo del mismo, se adoptó esta fecha para celebrar el Día de la Mujer.

En fin, los ejemplos históricos abundan, pues aquí he citado sólo algunos de los de mayor relevancia mundial, pero quedan en el tintero muchos de los nacionales y la evidente condición desventajosa en la que diariamente viven las mujeres mexicanas.

Honorato de Balzac, escribió una vez, respecto de las mujeres: “Rehusadles la instrucción y la cultura, prohibidles todo lo que pueda desarrollar su individualidad. La mujer casada es una esclava que debe ser puesta en un trono”.

Y cualquier mujer, con justa razón, podría responderle a Balzac: No quiero un trono. Simplemente quiero ser libre... igual que tú.

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