Algún intelectual contemporáneo calificaba a la televisión como esa intrusa que no sólo entra a nuestras casas, sino que se posesiona del lugar central de ésta, o lo que es aún peor, de muchos de esos lugares centrales del hogar, dado que en muchas ocasiones son varias las “cajas idiotas” que poseemos, para que así cada quién vea la suya fomentando con este último hecho una mayor desconexión familiar e incomunicación y el desarrollo de tremendas formas de individualismo cerrado por no decir egoísmo.
Esa intrusa ya aposentada en nuestro hogar nos dice y nos presenta imágenes, palabras, simbolismos y contenidos comunicacionales que quizá si fueran pronunciados por algún amigo al que invitamos a nuestra casa a departir con la familia, podrían ser motivo de nuestro enojo al considerar que nuestra hospitalidad ha sido traicionada por la impertinencia de nuestro convidado; lo cual en el caso del televisor no obsta para que lo mantengamos no sólo en el lugar de privilegio en el que se encuentre, sino que además encendido y funcionando.
Y conste que ya no menciono a este respecto escenas verdaderamente procaces y violentas que en caso de llevarlas a cabo alguna pareja de amigos invitados motivaría no sólo la automática expulsión de nuestro hogar, sino inclusive el que llamásemos a una patrulla para que se los llevase a realizar sus actos obscenos o violentos en otro lugar, quizá ubicado detrás de unas rejas.
Existen familias que ya no pueden concebir la vida sin estar delante de la famosa cajita presentadora de imágenes y esto no es algo privativo de México sino que es fenómeno típico de nuestro tiempo; todo lo cual está provocando por una parte una inhibición de muchas de las potencialidades intelectuales y sobre todo volitivas de muchas personas que sólo saben recibir, recibir y recibir, sin ningún tipo de discriminación todos los contenidos comunicacionales que les plazcan a los productores televisivos. Y otra parte, este fenómeno social de nuestros días provoca una especie de uniformización de la manera de pensar o mejor dicho, de sentir, de gruesas capas de la sociedad.
Por ello el impacto de la televisión aunque quizá sea efímero, es decir, aunque al cabo del tiempo se diluya un contenido específico, logra sin embargo en el corto plazo; un efecto mucho más rotundo del que logran otros medios comunicacionales.
Una moda muy actual en la televisión es la de presentar con mucha crudeza muchas de las realidades existentes en la sociedad. Sobre el tema ya hemos dedicado algunos otros espacios en estas mismas páginas editoriales, sobre todo considerando que ese amarillismo busca fundamentalmente captar auditorio: lograr puntos de rating que a la vez supongan poder vender mejor las emisiones, lo cual en resumidas cuentas acaba siendo mercantilismo.
Dentro de esa crudeza otra actitud insistente en muchas televisoras mundiales, es la de rebajar los niveles de la calidad del lenguaje y de las actitudes, llenando muchos programas de procacidades, de agresiones, de violencia sin sentido y de pornografía.
Ello a base de ser repetido en una emisión y en otra, en base a ser visto infinidad de veces por niños, adolescentes y jóvenes, generalmente aún no madurados en su inteligencia y voluntad, puede acabar siendo visto por muchos de ellos como algo natural a la condición humana, como algo a veces hasta necesario a darse en sus conductas, de lo que muchas veces resultan actitudes antisociales.
Personalmente no creo en la determinación de conductas, simplemente porque creo en la libertad humana. No creo que alguien por haber visto diez asesinatos en televisión salga corriendo a la calle a asesinar vecinos. No creo que por ver una imagen de alguien fumando se tenga que sentir forzosamente un deseo irresistible de fumar. Pero en cambio sí creo que a base de ver infinidad de veces un hecho que objetivamente es inmoral, que objetivamente va en contra del bien común, que objetivamente atenta contra la dignidad de la persona, se puede ir perdiendo la sensibilidad respecto del bien y del mal; se puede ir relativizando en los aspectos morales; se puede crear una gruesa capa sobre la conciencia.