Los políticos en todo el mundo parecen estar cortados con las mismas tijeras. No paran mientes en los hechos, sean cuales fueren, cegándose por cuanto a las circunstancias en que se dieron, permitiendo el paso libre a ideas estrambóticas, que en situaciones normales ni tan siquiera serían tomadas en cuenta, dejándose seducir por delirios de grandeza. El emperador Nerón pulsaba su lira mientras Roma ardía en llamas. En los tiempos de los romanos, al regreso del general que había vencido a sus enemigos, era común que sus tropas de centuriones fuesen recibidos con gran júbilo por las masas que aclamaban el arrojo, la osadía y la valentía de su ejército. En aquellos lejanos tiempos las contiendas se dilucidaban cuerpo a cuerpo, obteniendo el triunfo quien demostrara mayor destreza en el uso de las armas. Una espada, una lanza, un peto y casco metálicos, tales eran los artilugios para el ataque y la defensa. No había, por supuesto, aviones repletos de bombas, helicópteros dotados de misiles y metralletas, ni pavorosos tanques, ni lentes nocturnos.
Lo anterior nos sirve de prólogo para referirnos al debate que hay en estos días en la Casa Blanca sobre la conveniencia de celebrar un desfile oficial, por la exitosa invasión a Iraq, dentro de las festividades del próximo cuatro de julio. La parada sería “de alto nivel para los héroes de guerra”, que podría efectuarse en Nueva York o en Washington. Los güeros no quieren darse por enterados que lo sucedido en el suelo iraquí no es para enorgullecer a nadie que esté en el cabal uso de sus cinco sentidos. La ventaja que les dio su moderna tecnología y la ausencia de un enemigo con fuerzas, más o menos iguales, no es algo de lo que puedan jactarse las fuerzas invasoras de los Estados Unidos de América. No se sabe, disculpe lector el matiz sardónico, si en el desplazamiento acompañarán a las inocentes víctimas de sus bombardeos que tendrían que ser sacados del Hospital Central Infantil en Bagdad, aunque deben darse prisa pues desde aquellos lares llegan noticias aterradoras de que mueren tantos que a lo mejor o a lo peor, el único que pudiera presentarse fuera Saddam Hussein acompañado de Osama bin Laden, quienes pasearían por las calles en un Landó, tirado por caballos árabes, con un par de palafreneros que podrían ser Colin Powell y Donald Rumsfeld.
Tampoco se ha dicho en los medios de comunicación si Hans Blix, jefe de la Comisión de Monitoreo, Verificación e Inspección de la ONU, se le verá en un carruaje de los llamados cabriolé, con George W. Bush subido en el pescante. Sépase que Blix acusa a los gobiernos de Londres y de Washington de utilizar documentos falsos, que es el caso de un presunto contrato para importar 500 toneladas de uranio con el fin de fabricar armas nucleares, así como de inventar más cuentos que Sherezada sobre la existencia de substancias químicas en la nación árabe, para justificar el ataque contra el régimen de Saddam Hussein. Asegurando Blix que no sólo eso sino que además intentaron desacreditar el trabajo de su equipo en las semanas previas al inicio de la ofensiva; estando dispuesto a regresar con sus hombres a Iraq aunque ya se dio cuenta, por lo dicho por el portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer, que Estados Unidos se reserva la tarea de encontrar armas prohibidas, esto es, no necesita de guajolotes para preparar un exquisito mole poblano. ¿Y la ONU? Bien gracias.
Los Estados Unidos buscarían, como parte central del festejo, que la humanidad reconozca a sus soldados como aguerridos defensores de la paz y bienhechores de un pueblo oprimido por un odioso tirano. El pueblo iraquí, que sale a las calles pidiendo que se vayan las tropas de la coalición, no ha logrado darse cuenta de que son sus libertadores. Más bien, injustamente, los toman como asaltantes dedicados a ocupar un territorio cuyos ciudadanos no les pidieron su presencia protectora. En tanto, la Casa Blanca está decidida a montar todo un espectáculo para matar dos pájaros con la misma pedrada: Premiar a sus militares e iniciar la campaña electoral en busca de la reelección. Ya se avizora una lluvia interminable de papelitos de colores que desde las azoteas tirará Tony Blair, mientras José María Aznar cargando un canasto de mimbre, dejará caer flores, desde lo alto de los edificios, igual que arrojaron pesadas bombas sobre Bagdad. Las multitudes arracimadas en las aceras, ondeando en sus manos banderitas con barras y estrellas, aclamarán a los nuevos guardianes del orden internacional, mientras pasan escenas en las pantallas televisivas, en que se ve, apretujadas alrededor de camiones con provisiones, a muchedumbres hambrientas levantando cacerolas.