Hoy hace tres años que Vicente Fox se convirtió en Presidente de la República. Cuando acabe el próximo trienio concluirá su Gobierno. La Mitad del camino es, así, un punto de mira conveniente para formular un balance.
Se conoce ya lo hecho en el comienzo y puede presumirse lo que ocurrirá al final. Lo que conjeturemos no será sólo fruto de la imaginación o los deseos, sino también de la observación y el análisis, de las proyecciones de lo ocurrido hasta ahora.
Comencemos por admitir que a Fox se le juzga con parámetros más rigurosos que a sus predecesores. Es un Presidente singular, porque no pertenecía al partido del que surgió el Ejecutivo federal desde 1929 (o, si mucho se nos apura, desde 1917, porque Carranza, Obregón y Calles fueron parte de la corriente histórica que luego formalizó su dominio a través del PNR y sucesores). Su elección misma, la ruptura del régimen autoritario amplió considerablemente las condiciones del escrutinio público a la actuación presidencial. Por esa razón no es comparable el análisis del medio tiempo de otros presidentes, porque el mirador en que se situaba entonces la sociedad participante dejaba ver un panorama mucho menos nítido que el de hoy.
Reconozcamos también que el propio Fox, quienes lo eligieron y hasta una porción numerosa de los que no votaron por él, fijaron una valla exageradamente alta y el Presidente no la libró por ese motivo, porque la expectativa era demasiado elevada. La valla hubiera sido derribada por cualquiera, precisamente porque los ciudadanos confundieron sus posibilidades con sus necesidades. Y hay una distancia grande entre unas y otras.
Fox fue mucho mejor candidato que presidente, porque sus destrezas y sus herramientas corresponden más a la creación de una imagen, que en último término es una ilusión, que a la ruda y paciente edificación de la realidad. Si su Gobierno, a la mitad del camino, es deficitario, ello se debe en buena medida en que no se produjo la obvia conversión del aspirante en mandatario. Por eso a menudo se le ve en campaña y por eso confunde sus deseos con lo que en efecto ocurre en la sociedad.
No era una persona formada en los valores públicos que requiere la condición de estadista y no los adquirió en su breve trayecto por la política. En ese recorrido se hizo de un equipaje de fórmulas elementales, útiles para describir el estado de cosas reinante y, por inferencia, para trazar en términos generales la promesa de lo que vendría después, cuando el país cambiara. El cambio, que aun sirvió para denominar a la coalición que lo llevó a la Presidencia, es una palabra mágica y nada comprometedora, porque la sola mutación de las circunstancias prevalecientes, aun durante el quietismo político que padecíamos, no asegura que de la mudanza surgirá el bien social. Puede ocurrir lo contrario. Hitler llegó a ser canciller alemán por la exasperación general causada por el empobrecimiento. No hay duda que la sociedad cambió con su ascenso al poder. Pero más le valdría haberse quedado como estaba.
Por supuesto, ese ejemplo ilustra sólo la obviedad de que el cambio puede ser para mal. No comparo en modo alguno a Fox con Hitler. Y ni siquiera aplico a México la conclusión del párrafo anterior: más valdría haberse quedado como estaba. No. Hubiera sido deplorable y riesgoso (y aun peligroso) que la oposición no hubiera triunfado hace tres años. Habría cundido una frustración desalentadora y hasta degradante en las amplias capas de la sociedad que esperaban hacer que concluyera el régimen autoritario. En este momento no estaríamos haciendo un balance mejor del Gobierno de Francisco Labastida.
Carente de experiencia de Gobierno, Fox no ha podido aprender. Su gestión como diputado federal pasó inadvertida. Y si bien gobernó a Guanajuato durante poco más de cuatro años, en realidad sólo se ocupó de la administración durante los dos iniciales, pues a partir de 1997 consagró su energía a ser candidato presidencial y a echar al PRI de Los Pinos. Lo consiguió y ése será un mérito que nadie le regateará (aunque lo haya hecho impulsado, sí por sus amigos pero sobre todo por el partido en que se encuadra con dificultades). Pero llegar de buenas a primeras a regir un país con cien millones de habitantes, la mayor parte de los cuales vive en extrema pobreza fue un desafío que el Presidente no ha logrado superar.
A falta de visión y experiencia propia, Fox confió demasiado en factores de poder que tendieron a servirse a sí mismos antes que a acompañar al Presidente en la constitución de un Gobierno coherente y eficaz. No percibió que la política económica del priismo (sea su versión populista, sea la neoliberal) había causado estragos en la sociedad y le había sorbido buena parte de su energía. Por esa inadvertencia hizo suya esa política y su resultado ha sido peor, porque confiar en el mercado como diseñador de la vida social ha mostrado con creces sus límites y sus contradicciones y ya sólo genera males para la mayoría. Como lo hacen también fenómenos como la violencia de todo género (la delincuencial principalmente) que marca nuestra existencia cotidiana y ante la cual han sido ineficaces los instrumentos institucionales.
Un Gobierno es parte de un fenómeno demasiado complejo para examinarlo en unas cuantas líneas. El trienio que concluye produjo luces y sombras.
No es logro escaso que la vida institucional haya seguido su curso, no obstante los tropiezos de sus operadores. Pero los mexicanos necesitan más.