“No hay libertad para el hombre mientras no supere el temor a la muerte”.
Albert Camus
Civilizaciones tan distintas como la de los antiguos egipcios y la de los aztecas le dedicaban a la muerte buena parte de su tiempo y de su esfuerzo. Las grandes pirámides de unos y otros —tumbas las de los primeros, centros ceremoniales y altares de sacrificios las de los segundos— son testigo de esta obsesión.
Esta misma actitud permeaba a las sociedades cristianas del medioevo europeo, que convertían a la vida en un largo ensayo para la muerte. El México rural de hace apenas medio siglo estaba imbuido también de una cercanía mucho mayor a la muerte de la que ahora tenemos. En nuestro actual mundo urbano y tecnológico parece haber una decisión de volverle la espalda a la muerte. La gran mayoría de la gente se encuentra distante de ella. Ya no acudimos a los templos religiosos en que se nos recordaba cotidianamente la certeza del momento final y la necesidad de acercarnos a Dios para prepararnos para bien morir. La esperanza de vida, mientras tanto, se ha prolongado mucho más allá de lo que el mayor constructor de utopías pudo haber soñado hace apenas un siglo. Si a principios del siglo XX el promedio de vida era inferior a los 40 años, hoy se acerca a los 80. La muerte era una presencia constante en otros tiempos. No sólo la gente moría más joven, sino que lo hacía más cerca de los vivos. El que una madre muriera de parto era algo común. Infecciones que hoy se curan con un simple antibiótico diezmaban a las familias.
Para asegurar su descendencia, los padres multiplicaban el número de hijos, con la esperanza de que alguno sobreviviera hasta la edad adulta. La muerte no tenía lugar como hoy, escondida tras los asépticos muros de una sala de terapia intensiva, con la compañía de médicos y enfermeras, sino en un cuarto del hogar y ante la presencia constante de parientes y amigos. Hoy tratamos a la muerte con un pudor que antes no teníamos. Al cadáver se le vela en una caja cerrada, resguardada la intimidad ante la mirada de los deudos. Antiguamente el cuerpo se dejaba al descubierto para acompañar a los sobrevivientes en el velorio. A los niños muchas veces se les obligaba a sufrir el difícil trance de besar el cuerpo yerto de un padre o de un abuelo.
Es sorprendente el número de niños y jóvenes en la sociedad contemporánea que nunca han visto un muerto o que no han sufrido la muerte de un familiar o amigo cercano. La muerte es hoy algo mucho más lejano. Hay algo de positivo en esta nueva actitud.
Cuando uno lee los registros históricos o las reconstrucciones literarias de la vida en sociedades obsesionadas con la muerte —como la del antiguo Egipto, la azteca o la cristiana medieval— no puede uno dejar de sentir la opresión que generaba la presencia cotidiana de la muerte.
En estas sociedades había poca alegría. Los sacerdotes, convertidos en intermediarios indispensables para mejor alcanzar el más allá, adquirían un poder inmenso sobre la gente. Esto ocurre también ahora en las comunidades islámicas de muchos lugares del mundo.
Pero si bien la obsesión con la muerte puede volverse malsana, la excesiva lejanía de la muerte tiene también consecuencias perniciosas. Quien nunca piensa en la muerte tiende a abusar fácilmente de los demás. El miedo al castigo eterno ha sido muchas veces el único equilibrio para los poderosos. Por eso Voltaire decía que si Dios no existiese había que inventarlo.
La cinematografía y la televisión nos han alejado de la muerte a fuerza de ponernos de cara frente a ella. Son tantas las muertes que vemos en películas y programas —muertes indoloras, muertes irreales— que al final el concepto mismo de la muerte se desdibuja. No es verdad que la constante aparición de escenas de violencia en el cine o en la televisión genere violencia, pero sí desensibiliza ante el concepto de la muerte.
Por eso es tan sano que los mexicanos le dediquemos todos los años dos días a principios de noviembre a reflexionar sobre la muerte y sobre los muertos. Los festejos, cuyas raíces se remontan al México rural en que vivíamos más cerca de la muerte, nos obligan a reencontrarnos con ella aunque sea un momento. Y aunque parezca paradójico, la reflexión sobre la muerte nos lleva a apreciar más la vida. Es la ley irrevocable de los contrarios. Sin el uno, el otro no puede existir realmente.
Crecimiento
La economía de Estados Unidos creció 7.2 por ciento en el tercer trimestre del 2003, la mayor tasa en 19 años. Si es verdad que el estancamiento mexicano es producto de la recesión estadounidense, pronto veremos una recuperación en nuestro país. Pero ¿qué tal si el estancamiento mexicano es estructural? Entonces sí estaremos en problemas.
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