Lo que llama la atención en todo este mitote, en el que se encuentra metida la esposa del Presidente, es que para rebatir a los que impugnan su excesivo protagonismo, se tenga que llegar a los extremos de aparecer en un programa televisivo de noticias, expuestas con humorismo, en que el conductor suele usar la guasa y el albur como instrumentos para apabullar a sus ocasionales interlocutores. Martha me recordó de inmediato a su marido, encerrado en la pantalla chica con el cómico Eugenio Derbez y el hombre de los monólogos Adal Ramones, en que se mostró como lo que realmente es: un mago del publirelacionismo, con dotes histriónicas, capaz de convencer a su auditorio que puede sacar al portero, del equipo de futbol Cruz Azul, de la copa de una chistera. Lo que sus operadores de campaña tenían en mente, estaban en lo correcto, era la natural simpatía que emana de su persona, transmitiendo una sinceridad a prueba de corrosivos. Un hombre nuevo que encajaba perfectamente en el enorme hueco que había dejado el discurso acartonado de políticos mendaces.
La pareja del Presidente, para su desgracia, carece de esos atributos. Su personalidad no tiene los matices graciosos del hombre de San Cristóbal. Lo que visto con absoluta imparcialidad no tendría por qué tenerlos. Ni es motivo de censura que carezca del donaire, encanto y poder de seducción de su media naranja. Por más que se esfuerza en aparecer como dama hacendosa, tierna y delicada, entregada por decisión propia a labores altruistas, su rostro no logra esconder una perseverancia dirigida a conseguir figurar a cualquier costo. Ese gesto, muy suyo, de ver de frente a sus detractores, con una mirada de chiquilla traviesa, con los ojos azorados que recuerdan a las antiguas muñecas de sololoy, no esconde las ambiciones que bullen en el pecho de la primera dama que no quiere permanecer en el anonimato de una mecedora, tejiendo y bordando, mientras espera que su amoroso consorte vuelva a casa y la tome de la mano.
Hay en la conducta de esta mujer una bravura que la distingue de las demás que en el pasado han sido. Quiere ser distinta y no lo disimula. No se conforma con acompañar al jefe del Ejecutivo a las ceremonias oficiales. Ella aparece, sube al estrado, toma el micrófono, reta al destino y acapara los reflectores. Hay de seguro un exceso de presencia que ha dado lugar a las habladurías. Aunque no es eso lo que importa, si no que tomando al toro por los cuernos repite que sus quehaceres, en Vamos México, no tienen intenciones aviesas, como lo quieren hacer ver sus malquerientes, dado que la única guía es su amor al prójimo. Sus actividades filantrópicas, dice, empiezan ahí y ahí acaban. La duda es si su reacción, ante las críticas, es de verdadero enojo, o en lo más íntimo de su ser está satisfecha por el revuelo que arman sus frecuentes intervenciones. En veces parece que cejaría en sus empeños de querer ser el ajonjolí de todos los moles, lo que desmiente el que siga pedaleando, en una cruzada personal por llegar a tierra santa.
La cosa es que entrevistada por Brozo, el payaso tenebroso, mostró a una señora que tiene los sentimientos a flor de piel o que, dando esa falsa impresión, de que lo que dijeron le molestó, aprovecha las aclaraciones para hacerse más publicidad. No se entendería de otra manera que en cuanta ocasión propicia se le presenta, niegue que anda buscando trascender, una vez que su cónyuge termine el cargo, para, al día siguiente, volver a la carga dando a conocer que todo puede ser. Hay una Martha ambivalente que con la boca dice no, aunque sus hechos delaten lo contrario. Todo indica que trata de seguir los pasos de su populachero compañero, decidida a ganarle tiempo al tiempo. Por eso ha empezado su campaña al grito de ¡ya! Que el partido político que engendró a su esposo, se entere de que es la candidata non plus ultra.