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La pala y el talacho

Gilberto Serna

En ese zafarrancho en que se encuentran enfrascados los líderes del PRI, algunos gobernadores, sin poder escuchar más el sonido vibrante del cencerro indicando por dónde caminar, pidieron la cabeza de Roberto Madrazo, enseñando que no están acostumbrados a decidir. En vez de quedarse en actitud seria, expectante, sopesando los acontecimientos con la madurez de personas duchas en el oficio, dedicaron sus quehaceres a echarle más leña al fuego, demostrando que sus fobias están por encima de su lealtad partidista. Dejaron constancia, con sus declaraciones individuales, de que no hay un grupo en el que se tomen decisiones producto de una voluntad colegiada. En efecto, para muestra basta un botón, uno de esos gobernadores, convertido junto a 16 más de los que ocupan puesto análogo, en aspirante a la Presidencia de la República, ante la ausencia de un gabinete de extracción priista, de donde antaño se escogía al sucesor, con más deseo de que su nombre saliera en los periódicos, que de ayudar a resolver el embrollo, propuso que Elba Esther y Chuayffet, fueran botados, escogiéndose en su lugar a un tercero, logrando demostrar una simpleza que, si se queda con la boca cerrada, no se le hubiera notado.

Tales personajes, de horca y cuchillo en sus lugares de origen, irrumpieron bruscamente en un problema que no les compete, dado que son los diputados federales los que deben resolver sus problemas por sí mismos. Así lo reconoció posteriormente su propia agrupación de gobernadores. Y es que si permiten que se prenda fuego éste puede convertirse en la conflagración colosal pues hay en los órganos priistas los que están con Roberto, los que apoyan a Elba Esther y los que aducen que son neutrales pero que en realidad, discretamente, muestran su simpatía por alguno de ellos. Es una lucha de titanes en que se juega el destino de su partido político. Los que deberían mantenerse al margen, buscando fórmulas de conciliación, se han dedicado a deslindar sus querellas personales. Lo que flotó en el ambiente es la idea de que hubo políticos que, en vez de preocuparles el escándalo, tomaron la pala y el talacho para abrir trincheras, emplazar sus cañones y empezar a disparar contra sus propios compañeros de partido.

En efecto, antes que mostrar un tono apaciguador, dedicaron sus afanes a hostilizar, privilegiando la guerra, cuando lo que se requerían eran voces ecuánimes dirigidas a serenar los exaltados ánimos. Algunos se dedicaron a atizar el fuego de la discordia pareciendo que el PRI no es algo de su incumbencia estando dispuesto a sacrificarlo en aras de que quien está sentado en el sillón de mando, perezca en el incendio. No se vio sensatez sino un insano deseo de tomar venganza. El partido no es de nadie y es de todos, sin embargo se dan el lujo de considerarlo como propiedad de una u otra facción. Los que detentan el mando en el PRI no son mejores ni peores que quienes desde sus feudos exigen que los malos se vayan. La cuestión es que el ciudadano común no advierte cuáles son malos y cuáles los buenos. No hay una marcada diferencia entre unos y otros. Antaño una cicatriz en la mejilla, una nariz deformada y una quijada patibularia no daban lugar a equívocos. El italiano criminalista Cesare Lombroso (1835-1909) se hubiera dado gusto tratando de descubrir quiénes dentro del PRI no están enfermos de poder. Todos dan la impresión de padecer de la misma dolencia que se llama megalomanía.

No se ha oído una voz cuya fuerza moral resida en un llamado a la templanza. Se comportan como pandillas de bribones dispuestos a comerse a sus rivales, en un acto de antropofagia política, con tal de mantener sus cotos de poder. Se unen para urdir cómo acabar con sus contrarios sin pedir ni dar cuartel, siendo que sus rivales son ellos mismos Tratan de hacerse el mayor daño posible como criaturas enloquecidas amenazando con demoler su propia morada. Lo cierto es que la ruindad de su comportamiento está contaminando el ambiente político. Hay una riña que nace de la mezquindad de quienes sólo conocen el egoísmo de querer llegar a la meta anhelada sin considerar que la perfidia, la intriga y la ambición desmedida corrompen el espíritu colectivo de los hombres y coadyuvan a destruir la confianza de la sociedad en sus instituciones.

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