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La prudente Corte/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

A quienes no la practicamos pese a conocer su valor, la prudencia nos parece una virtud desesperante. Pero en la vida social en general y en la actividad destinada a resolver conflictos jurídicos, en particular, es una saludable norma de conducta. No en balde a la disciplina legal se la conoce también como jurisprudencia. La Suprema Corte de Justicia mostró ayer que la ejerce en grado extremo, no como ánimo timorato sino como sensatez y atención a los factores en presencia.

Ayer resolvió la Corte un recurso de reclamación presentado por el gobierno capitalino en torno al paraje San Juan. En su ánimo de encontrar medios jurídicos que le eviten pagar mil ochocientos diez millones de pesos de indemnización a presuntos propietarios de un predio expropiado, en lo que cada vez resulta claro que hay una maniobra dolosa colosal, el jefe de Gobierno de la ciudad de México pretendió que la Suprema Corte investigara si la jueza que dispuso el pago de una indemnización y más tarde fijó su monto, incurrió en actos de ilegalidad. Basó su petición en un artículo difícilmente aplicable a ese caso, pues por un lado López Obrador no es literalmente un gobernador y es a los titulares del Poder Ejecutivo en los estados libre y soberanos a quienes el artículo 97 constitucional faculta a pedir que se cree ese género de comisiones. Por otra parte, esas comisiones se dedican a averiguar “hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual” y no está claro en qué forma la eventual obligación de cubrir la monstruosa (por su tamaño y su naturaleza) indemnización fijada repercute en las garantías de los gobernados.

En atención a que el jefe de Gobierno no es literalmente un gobernador, el ministro presidente Mariano Azuela rechazó la solicitud de López Obrador. Éste acudió al recurso de reclamación, en espera de que la primera sala modificara la respuesta del presidente del tribunal. El que lo es de la sala, Juan N. Silva Meza, decidió que el asunto era tan importante que debía atenderlo el pleno de la Corte y así ocurrió ayer. En sesión plenaria los ministros refutaron el parecer de su presidente y decidieron que el jefe de Gobierno si está facultado para pedir que se integre una comisión. Pero resolvieron también que la naturaleza del caso no hace procedente crearla.

¿Se quedaron tan tranquilos los ministros eludiendo de ese modo un tema que ha sacudido a la población? No, sabedores de que no pueden hacerse a un lado en asunto tan delicado, de tantas aristas, adoptaron otra decisión, que formalmente no estaban obligados a asumir: atrajeron a su competencia el recurso de revisión que tiene en su agenda el cuarto tribunal colegiado en materia administrativa. Ese recurso se refiere a la resolución de la jueza Gabriela Rolón que estableció la escandalosa cantidad, en torno de la cual no se ha dicho la última palabra jurídica.

Los conservadores que en materia judicial ponen la formalidad por encima de la realidad han denostado a López Obrador porque pretende alterar una decisión jurisdiccional firme, que es ya cosa juzgada, es decir inmodificable. Pero en este caso sólo ha alcanzado ese status, de cosa juzgada, la decisión jurisdiccional relativa a la obligación de la autoridad de indemnizar por la expropiación de un predio. Está en cambio en curso, dista de ser cosa juzgada, el debate judicial sobre el monto de la indemnización. Ese monto está siendo combatido por la autoridad capitalina a través de la segunda instancia del amparo, la revisión, que correspondía resolver a un tribunal de circuito.

Pero la Corte resolvió ayer hacer las veces de ese tribunal. Puede hacerlo pero, insisto, no está obligada a hacerlo. Y si sus ministros decidieron atraer el caso es porque en cierto modo fueron sensibilizados por la petición de intervenir en el asunto a que los llamó López Obrador. No satisficieron exactamente su pedido. No investigarán si hechos atribuibles a la jueza Rolón lesionan garantías individuales. Pero revisarán la resolución.

Y al hacerlo les quedará claro que hay una notoria exageración al establecer la cuantía del pago. Deberán ser congruentes con su propia resolución (tomada el año pasado, en otro momento procesal) de ordenar un avalúo que determine ese monto. Pero pueden reducir sus escandalosas dimensiones, no sólo porque fue calculado a precios de hoy y ni siquiera a los del día de la expropiación (lo que reduciría notoriamente la cantidad), sino porque estarán en situación de revisar la documentación con que se buscó amparo.

Esa documentación no debió ser admitida como base de ninguna reclamación. Una de sus dos piezas es un contrato privado de compraventa. Varios indicios muestran que es falsificado. Aun si no lo fuera, el contrato no sería oponible a terceros porque se realizó ante un juez de paz y no ante un notario y no se hizo constar en escritura pública. Uno y otro extremos eran aplicables en 1947, año de la presunta compraventa, a las transacciones que involucraran un monto superior a quinientos pesos y la operación importó catorce mil.

Por añadidura, pruebas supervinientes (que hay que encontrar el modo legal de presentar ante la Corte) muestran que todo el trámite para cobrar una colosal suma es una grosera superchería, pues ni siquiera hay evidencia documental, salvo ese contrato presumiblemente falso, de la existencia del señor Fernando Arcipreste Pimentel, una personalidad ficticia creada sólo para timar.

Por lo pronto, la Corte hace acto de presencia.

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