d os fotografías similares, aparecidas ayer en los diarios de la capital de Coahuila, expresan de manera involuntaria la diferencia de vivir entre la violencia y vivir bajo la paz.
Una de ellas, publicada en primera plana, exhibe la destrucción de una reproducción escultórica de Saddam Hussein ubicada en la plaza “Al -Ferdaous”, ya tomada la capital de Iraq por los ejércitos de Estados Unidos e Inglaterra. Un grueso cable dogal al cuello de la efigie es tirado por un tanque de guerra para arrancar la estatua monumental, mientras un soldado estadounidense observa la maniobra y otro encapucha la cabeza de la efigie con la bandera de las barras y las estrellas.
Por otra parte, la imagen fotográfica tomada en Saltillo y publicada en las páginas locales congela la acción de dos empeñosos trabajadores de la construcción, que se valen de sus propias fuerzas para levantar, desde su posición horizontal, una de las dos voluminosas puertas principales de madera de la Catedral de Saltillo casi una tonelada de peso que habían sido removidas de su marco para hacerles trabajos de ajuste y restauración. La coincidencia fotográfica es sorprendente, la acción reproducida es similar; pero las motivaciones de las acciones fotografiadas fueron distintas y opuestas. ¿Por qué los países hacen las guerras? Por carecer de móviles nobles. Su instrumento principal es la violencia. ¿Que sentimientos moverían en cambio a los benefactores saltillenses de la Iglesia Catedral para reunir los 200 mil pesos que costaron las ingentes obras de su barroca portada? Simplemente el amor y la generosidad...
Los soldados yanquis llegan a Bagdad, después de 20 fragorosos días de asedio constante por medio de bombas, misiles y ametralladoras. Muchos soldados norteamericanos, latinos, ingleses, irlandeses, también padecieron.
Jamás antes se había visto un espectáculo bélico con esas dimensiones: gigantescas aereonaves transportaron todo género de maquinas de muerte, barcos como ciudades eran plataformas aereas; la aviación ligera se desplazaba por el cielo de la antigua Hammurabi y hacía estallar misiles teledirigidos contra los objetivos previamente señalados. Entre tanto, decenas de unidades móviles que cargaban equipo bélico y personal se desplazaban lentamente, si acaso estorbados por la espesa arena del desierto y una que otra guerrilla adicta a Saddam Hussein. La meta de los yanquis era tomar Bagdad, ubicar un posible escondite del líder iraquí, Saddam Hussein, y asesinarlo junto con la mayor parte posible de sus colaboradores.
Volvamos a Saltillo. Desde diciembre del año 2002 varios ebanistas saltillenses lograron remover y bajar las viejas puertas de Catedral, que a fuerza de servir y resistir bajas y altas temperaturas nieves, candelillas, lluvias y granizo y de tanto ser abiertas a la feligresía para sus ceremonias y cerradas en las noches para proteger el sagrado patrimonio ahí contenido, habrían resentido deterioros en 200 años de existencia que era urgente reparar. La puerta mayor es de sabino talladonos ha dicho el arquitecto Arturo Villarreal tiene una altura de casi siete varas de alto por cinco de ancho, (más de seis por cuatro metros) así que no resultó fácil bajarla, trabajarla y volverla a subir después de haber sido ajustada y preservada aquella obra artística de talla que realizaron a partir de 1791 en adelante los carpinteros al mando del maestro Ángel Galin y Anglino.
El dinero invertido en dicha labor no se equipara, desde luego, a las sumas exorbitantes publicitadas en la invasión de Iraq: con las cantidades dilapidadas en la guerra bien podría haberse resuelto el problema del hambre en las regiones subdesarrolladas de la tierra. No obstante, reunir 200 mil pesos para la puerta de la Iglesia fue una obra del amor y el desprendimiento. La guerra actuó con dos móviles antípodas: el odio y la codicia. Con todo, no hay comparación posible entre una simple puerta por la que se accede a la paz de Dios y una conflagración violenta que muestra al mundo los horrores de la sinrazón humana.
En Iraq se observan los semblantes de la guerra, los rostros de la tristeza y del horror, igual en los que atacaron como en los que defendieron; la televisión nos muestra la faz de quienes sufren; dolidos y dolientes, sedientos y famélicos, preocupados en el oteo de la incertidumbre ante el destino inmediato; rostros yanquis que atisban, con el fruncido ceño puesto ante la mirilla telescópica de un rifle a la espera de sus víctimas; rostros iraquíes: de niños dulces, ignorantes y perquisitivos, inocentes y temerosos; facciones de ancianos resignados a lo que Dios sea servido enviarles; fuertes rostros femeninos que evocan los de aquellas mujeres de la heróica Esparta: es uno y son miles los semblantes del desamparo y el dolor, en el multiplicado rostro de la guerra en Iraq.
Ahora dicen que ya acabó el combate, pero nos preguntamos: ¿Derrumbar una estatua es acabar una guerra? ¿Qué seguirá de ahora en adelante?