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La terca realidad

Federico Reyes Heroles

Lo primero agradecible de las elecciones de aquel año fue que no hubo sorpresas. Las encuestas de opinión y los resultados finales fueron básicamente coincidentes. El asunto estaba claro semanas antes: ningún partido obtendría la mayoría en la Cámara de Diputados. Así fue. Eso sacó a México de las primeras planas de la prensa internacional: nada demasiado emocionante había ocurrido. Todo aquel bello discurso del gran acontecimiento fundador, que tanto envenenó al país, se fue desvaneciendo en el letargo de lo predecible. Ni hablar, México se comenzaba a parecer a otras tediosas democracias.

En la mayoría de los 300 distritos en disputa se impuso una verdad de Perogrullo: ganaron los mejores candidatos y aquellos que hicieron buenas campañas. La disputa previa sobre las campañas con recursos públicos de gobernadores, pero sobre todo del propio presidente Fox en apoyo de su partido, terminó en un acuerdo forzado para que “caballerosamente”, después de una solicitud del Instituto Federal Electoral, de uno y otro lado se retirara la abrumadora propaganda disfrazada de obra de gobierno. Allí se hizo evidente un vacío en la ley, pero sobre todo se desnudó que los principios no gobernaban en ningún frente. Paradojas del destino: la suciedad de los intereses políticos invadió todos los espacios. Se acabó la lectura bastante maniquea de los bandos: México dividido entre los buenos y los malos. Pemexgate, Amigos de Fox y otros ayudaron al realismo. Fue muy sano para el país: la política al fin en su versión más cruda.

Cualquier objeto sirvió para inundar de propaganda de lo más superficial. Eran tantos los partidos contendientes, once, que unos pisotearon a los otros. Un capitalino en las tres pistas, jefes delegacionales, representantes al congreso local y diputados federales, llegó a confrontar a ¡treinta y tres rostros! Porque en eso terminaron por centrarse las campañas, en las caras agigantadas de los candidatos: con lentes, sonrientes, gordos, flacos, gordísimos, galanes, guapas, actores, actrices, viejos queriendo verse jóvenes, jóvenes queriendo verse mayores, algunos con cara de gángster, otros queriendo ser tíos amorosos. Los lemas de campaña casi se borraron, pero había poco. Un partido que desapareció en esa contienda, el de la Sociedad Nacionalista, lanzó como eje de su campaña a una bella muchacha con el hombro descubierto y un sombrero charro; la leyenda era magnífica: sólo para nacionalistas. “Porque los buenos somos más” fue otro. Apostarle a la estética del rostro fue la tumba para varios. En algunas entidades de la República la cuestión era diferente. La gente identificaba por lo menos a la persona. La “imagología” desplazó cualquier concepto. Derecha e izquierda dejaron de jugar un papel significativo.

Las viejas verdades se volvieron a imponer. Allí donde el PRI se dividió, como en el estado de San Luis Potosí, el resultado le fue adverso. Allí donde las campañas fueron malas, Sonora o Nuevo León, el gobierno en el poder perdió. Bastante normal. La única pequeña sorpresa es que el proceso se judicializó. Un efecto perverso de cercanía de las tendencias en múltiples distritos invitó a unos y otros a ir a la impugnación, lo cual provocó que la lectura final se tardara en llegar. Esa fue la parte “emocionante” del proceso que francamente tomó por sorpresa al sector financiero. Los resultados sobre la mayoría no llegaron esa noche ni nunca.

Sin embargo el gran avance del proceso del 2003 fue que sentó a los actores a la mesa. PRI y PAN, que se habían comportado como perros y gatos en el primer trienio dañando severamente al país, amanecieron frente a frente. Más del 70 por ciento del electorado estaba con ellos. A pesar de su dimes y diretes las políticas económicas de ambos partidos, en el fondo, eran coincidentes. O México se modernizaba o simplemente las carencias sociales lo aplastarían Era urgente crecer. Los futuros líderes de las bancadas se comenzaron reunir semanas antes en cordiales sesiones donde dejaban de reclamarse mutuamente la responsabilidad de falta de cambios de fondo. Lo genial del proceso del 2003 es que las posibilidades de llegar a la presidencia tocaron a los tres partidos nacionales. El PRI contaba con la mayor estructura territorial y el caudal de votos más estable. Sin embargo, por una cerrazón en su dirigencia, en el nivel nacional solo aparecía un nombre, el del propio dirigente nacional con pocas esperanzas. De nada les servían a los varios gobernadores capaces y deseosos sus acciones, si en el centro no les daban pista. Abrirse o perder, fue la disyuntiva que condujo al PRI a una contienda interna mucho antes, sólo así sus otras cartas comenzaran a pintar en el país.

El PAN atravesaba por una crisis diferente. A pesar de que el presidente gozaba de un muy alto índice de aprobación, sus políticas públicas no pasaban la prueba, sobre todo en lo referente a crecimiento y empleo. Sus viables, incluidos figuras de primera línea al interior de ese partido y dos secretarios de estado, simplemente tampoco pintaban a nivel nacional. La inútil discusión sobre el futuro de la primera dama opacaba a cualquier otra figura. El PRD era el más débil desde la perspectiva de los electores, pero contaba un precandidato muy claro, el gobernador de la capital, quien además encontró una veta popular que le rindió muchos frutos. Resultado: la ambición, uno de los más importantes motores de la política echó a andar los corazones de varios.

Pero querían sentarse en la gran silla en mejores condiciones. Una recaudación muy pobre, una industria energética hambrienta de inversión, un problema severo de coordinación de las fuerzas públicas, una industria petroquímica paralizada, un sector de telecomunicaciones indefinido y la necesidad de inversiones multimillonarias en infraestructura no eran atractivas. El sector privado radicalizó sus reclamos. La alternancia no era suficiente, tenía que imperar el estado de derecho, no al contrabando, no a la economía informal, no a todo aquello que laceraba al orden jurídico. Ya no se trataba nada más de llegar al poder sino de usarlo con todas sus difíciles consecuencias. La agenda cambió.

El siete de julio México se amaneció con una terca realidad. Nadie podría acabar con el otro. Eran y serían los que estaban. Vicente Fox cambió su actitud rijosa y se concentró en cuatro reformas para darle gobernabilidad al país: segunda vuelta en el Ejecutivo y Legislativo, ausencia absoluta del Poder Ejecutivo, reelección de diputados, senadores y presidentes municipales, y alianzas y coaliciones. Las ambiciosas fuerzas políticas se sentaron por fin a negociar. La alternancia fructificó en acción.

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