Un viejo principio de economía reza que la satisfacción de una necesidad trae consigo el surgimiento de otras. La afirmación es verdadera también en el ámbito de la política: haber transitado de un sistema de partido dominante casi único (o de competencia electoral simulada) a uno de contienda real entre partidos, abrió la puerta a nuevas exigencias de la sociedad. También suscitó nuevos problemas, porque la modificación de las reglas electorales y su consecuencia, la distribución del poder hasta hace poco concentrado en un partido y en la Presidencia de la República, ha ocurrido sin que se modifique sustantivamente el andamiaje institucional.
Ello ha planteado el problema de la eficacia democrática, la comprobación de que la libertad de elegir no implica necesariamente un cambio en la situación de los ciudadanos. Y es que la democracia electoral es sólo una plataforma desde la cual es posible, cuando lo es, avanzar hacia el bienestar de las personas y la mejor convivencia entre los ciudadanos. Demandar otra clase de frutos y, en consecuencia, experimentar desencanto cuando no se producen, pone en riesgo a la propia democracia, pues la desesperanza puede hacer apetecible el régimen que no convoca a todos, sino que concentra las decisiones y las impone sin reparar en los medios empleados.
Reflexiones como ésas, expuestas sumariamente, son resultado de la lectura de La transición votada, el libro más reciente de Mauricio Merino, que hace apenas tres semanas dejó de ser miembro del Consejo General del IFE. Formado como politólogo en la Universidad Nacional (con posgrados españoles) y luego de adquirir experiencia profesional en la administración de los recursos federales en una entidad federativa, se consagró al estudio del poder estatal, con atención preferente a la circunstancia municipal. En 1996 fue elegido consejero electoral. Ejercer esa función, trascendente en el cambio político reciente en nuestro país, le permitió afinar sus instrumentos de análisis, como se advierte en este libro, aparecido al mismo tiempo que concluía su pertenencia a ese órgano constitucional autónomo.
La tesis central del libro, del que deriva su título, es que la transición mexicana no se produjo por un pacto de los protagonistas de un régimen a desmantelar, ni resultó de una ruptura del orden establecido. Fue fruto de la combinación de dos factores: la reforma a las instituciones y los procedimientos electorales y el uso ciudadano de las libertades resultantes, para generar nueva distribución del poder.
Pero al haberse concentrado en lo electoral, al ser una transición votada, diseñada por los ciudadanos en las urnas, no “ha producido un pacto fundacional. ni otro destinado a afianzar la gobernabilidad democrática, ni se ha ocupado de la reforma de las instituciones políticas para acoplarlas a los nuevos signos de la pluralidad partidaria”.
Una condición indispensable de tal transición electoral fue la integración de órganos que añadiera legitimidad a la legalidad de los gobernantes elegidos, tal como han sido el IFE y el Tribunal Electoral Federal. El balance de la actuación de esos órganos, en los siete años recientes, no puede ser mejor. Pero sus resultados, la integración de órganos de gobierno y de representación, deben llevar a la eficacia, requisito de la consolidación democrática.
Esa eficacia consiste, plantea Merino, “en la capacidad de las instituciones políticas para resolver problemas concretos: los que la gente percibe como asuntos de mayor relevancia dentro de la agenda pública. Y si bien esos problemas cambian con el paso del tiempo, lo cierto es que en su mayoría están asociados con la idea de la seguridad que, en un sentido amplio, el Estado está obligado a ofrecer. No sólo la seguridad pública, que está en el origen de las tareas públicas y sigue siendo una de las funciones fundamentales, sino la seguridad entendida como las certezas básicas que el Estado debe proveer para hacer posible la convivencia pacífica entre los ciudadanos”.
En tal sentido, la consolidación de la democracia está en riesgo porque ésta no es eficaz. Lo vemos con despliegue espectacular en los disensos entre las fuerzas políticas a propósito de reformas llamadas estructurales y las que la coyuntura exige. Con optimismo que espero no sea contradicho por la realidad, me parece que el combate electoral permanente a que asistimos y que reviste otras apariencias, es resultado de nuestra inmadurez democrática: apenas estamos naciendo a la contienda partidaria y que las necesidades de la sociedad propiciarán la pronta maduración de los contendientes políticos.
Hace falta, sin embargo, para que ese resultado se produzca, el ahondamiento y extensión de la cultura democrática, un bien público que todavía no está al alcance de toda la sociedad.
El libro de Merino dedica cien de sus 247 páginas a revisar las tareas realizadas y las pendientes, del Instituto Federal Electoral. Identifica en su funcionamiento algunas “zonas de incertidumbre”. Una de ellas nace de la estructura misma del Instituto, donde coexisten los consejeros, por principio apartidistas, con los representantes de los partidos y con el personal profesional, que deben lealtad a la institución. En ocasiones, como cuando se organizan las elecciones, los intereses de consejeros y representantes partidarios coinciden, pero en otras pueden resultar francamente encontrados. Tal es el caso, principalmente, de la fiscalización, de que debemos ocuparnos.