¿De Dónde Venimos? ¿A dónde Vamos?.- Al menos por un momento, dejemos de lado el drama del Oriente Medio y volvamos la atención a temas próximos. Es evidente que todas las sociedades han elaborado una explicación sobre su origen, así como una crónica de los grandes acontecimientos que han marcado su desarrollo histórico y, sobre todo, lo que se supone que es la razón última de su existencia. Entre más compleja la comunidad, el relato puede ser más detallado y quizá exacto pero nunca será desinteresado. Cada “época larga” en la vida de un pueblo suele tener una gran epopeya que da sentido a la acción colectiva, pero que está muy condicionada por la naturaleza del poder imperante al momento de elaborarla. En México y desde hace siglos, ha habido una historia dominante u “oficial”, que ha cambiado en la misma medida en que se modificó el régimen político del que nació. La naturaleza, implicaciones y mutaciones de esa “gran visión” sobre México, es precisamente el tema del último libro de Enrique Florescano: Historia de las historias de la nación mexicana (México: Taurus, 2002). Vale la pena compartir su mirada sobre el lienzo de una narración que abarca, al menos, tres mil años.
El Canon Mexicano. El Primero.- El concepto que funciona como eje de Historia de las historias de la nación mexicana es el de canon histórico. El término proviene del lenguaje eclesiástico, y se le puede definir como una regla o código de doctrina, elaborado por un grupo o institución y confirmado por una alta autoridad.
El primer canon o versión oficial del origen de una sociedad y del que se tiene noticia en México, proviene de la cultura olmeca. Ahí se tiene una explicación del origen del cosmos, de sus tres niveles -el cielo, la tierra y el inframundo—, de la presencia y papel de los dioses en la creación del universo y de los primeros hombres y de su alimento principal -el maíz—, de los gobernantes, las dinastías y el relato o crónica de sus hazañas y grandes acontecimientos. La cultura mesoamericana fue original -no tuvo ninguna influencia externa- y eso explica que el mito de la creación sea muy similar de cultura en cultura, y que sus principios básicos se mantengan de los olmecas a los aztecas, pasando por teotihuacanos y el resto de los grandes imperios prehispánicos; lo que varía son las dinastías y sus grandes acciones.
Lo destacable, además de la unidad del mito, es el hecho de que sistemáticamente los gobernantes se sintieron obligados a manipular la visión del pasado para presentarse como herederos legítimos de las grandes civilizaciones que les precedieron. Sin esa liga directa con el pasado remoto, su derecho a gobernar quedaba cojo, y por sí sola, la fuerza no era suficiente para asegurar la sumisión del conjunto a la voluntad del gobernante.
La Irrupción de Occidente.- Tras la inesperada y brutal entrada de los europeos en el mundo indígena, éste se vino abajo casi por completo. La fidelidad a los dioses que habían fallado se mantuvo en los márgenes de la sociedad indígena novohispana, pero ya no pudo competir con la visión triunfante: La cristiano-occidental en su variante española. Introducir a México y a todo el imperio español de América dentro del marco de la historia mundial del cristianismo requirió, o al menos eso supusieron los evangelizadores y quienes les sucedieron, destruir y borrar los elementos centrales de la narración histórica indígena. Enrique Florescano, en la obra reseñada, hace gala de energía narrativa para hacernos entender lo duro, persistente e implacable del esfuerzo de la Iglesia Católica por destruir en la Nueva España —entregándolo a las llamas— todo documento donde los indígenas dieran cuenta de su pasado anterior al nuevo dogma.
La incineración de los invaluables “libros pintados” de los indígenas por los frailes, resultó ser la esencia de la “destrucción de las Indias”, para hacer referencia a fray Bartolomé de las Casas. El objetivo de esa destrucción no era sólo desprecio o simple encono, sino el deseo de limpiar el terreno ideológico para imponer a la sociedad recién dominada una nueva visión donde lo único realmente legítimo fuera el conquistador y su idea del mundo. En el discurso histórico que surgió con y tras la conquista, los indígenas prácticamente desaparecieron como actores o protagonistas de su historia. Un nuevo “plan divino” sustituyó al de los derrotados, y en ese plan los indígenas recién convertidos ocuparon el lugar del objeto o, mejor aún, del medio, para que la Iglesia Católica se liberara de su creciente orientación pagana y creara, en el Nuevo Mundo, la más pura y verdadera sociedad cristiana.
Desde luego que la restauración de los ideales primitivos del cristianismo no se logró; de haber sido posible, los intereses creados tanto dentro de la Iglesia como en el mundo secular, lo impidieron. Sin embargo, se impuso la concepción española de lo que ya había sucedido. Apenas si los varios relatos en náhuatl contenidos en los “títulos primordiales” con que los indígenas defendieron frente a los tribunales coloniales los derechos de sus pueblos al uso de tierras, aguas y bosques, salvaron, por razones jurídicas y económicas, un tipo de relato histórico no europeo durante la época colonial, pero se trató de un relato parcial y muy circunscrito. Como sea, apenas ahora se le está dando importancia a este tipo de documento que, de todas formas, no logró ni se propuso neutralizar al canon cristiano de la conquista y colonización.
El Canon Republicano.- Florescano pone particular acento en el surgimiento de la interpretación mestiza de la historia mexicana. La forja de la “Patria criolla” tiene como antecedentes obligados a fray Bernardino de Sahagún y al llamado “Códice Florentino” elaborado en la época colonial que, en opinión de Florescano, recogió como ningún otro “el drama del primer entrelazamiento entre la antigua cultura indígena y la civilización occidental”. Tampoco se puede exagerar la importancia de los primeros mapas de la Nueva España, pues esos documentos elaborados y difundidos en el siglo XVIII permitieron a los criollos adquirir conciencia de la dimensión física de un espacio que empezaron a considerar como el único propio y exclusivo.
El broche de oro y culminación de esa visión del pasado mexicano lo elaboró un jesuita mexicano exiliado en Italia, y cuyo objetivo era defender a su patria de las acusaciones de inferioridad que se le hacían en Europa a todo lo americano: Francisco Javier Clavijero (1731-1787). Es Clavijero quien logra elaborar una interpretación humanista (no religiosa) y positiva de la época prehispánica y que se proyecta hacia el futuro. Esta interpretación, aunada al culto de la Virgen de Guadalupe (pluriétnico y pluriclasista), formaron la base de la apropiación criolla —cultural y física—, de la tierra que habitaban.
Es el arranque de la construcción histórica de una nueva identidad mexicana. Tras la terrible guerra de Independencia y el inicio del tiempo político nacional, las interpretaciones históricas elaboradas por fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante culminaron la formulación de México como una estructura nacional autónoma, como “una entidad territorial, social y política que tenía un origen, un desarrollo en el tiempo y un futuro comunes”.
El México Independiente, de la Confusión a la Estabilidad Dictatorial.- La magnitud del intento político del inicio del siglo XIX -la construcción de una nación a partir de la materia prima dejada por un orden colonial que nunca se propuso obra semejante- sólo es equiparable a su fracaso. La ausencia de un Estado, de un sistema de gobierno viable en la primera mitad del siglo XIX, explica, según Florescano, el que no se lograra generar entonces una verdadera “historia patria”. Se requirió del triunfo liberal y de la creación del primer “Estado de Orden”, para acometer el gran proyecto: La creación del “canon nacional”. Y esa magna tarea la imaginó, coordinó y culminó el general liberal Vicente Riva Palacio en México a Través de los Siglos -”el logro mayor de la historiografía del siglo XIX”. Su colofón fue elaborado por Justo Sierra: México: su evolución social.
Ahora bien, en menos de diez años, esa evolución desembocaría en una revolución y en un nuevo régimen.
El Canon Revolucionario.- De manera natural el régimen que surgió de la destrucción del Porfiriato empezó a elaborar una nueva visión del pasado: Una donde Madero y Plutarco Elías Calles aparecerían como herederos y culminadores de un proceso que arrancaba en el México prehispánico y en Cuauhtémoc, seguía con Hidalgo y Morelos, continuaba con Juárez y que se revigorizaba con la Revolución de 1910 hasta llegar a su institucionalización. Y resulta que el mejor exponente de esta nueva visión no fue ningún hombre de letras sino un artista plástico. En efecto, Diego Rivera con su mural de la escalinata del Palacio Nacional -el “libro pintado” del siglo XX-, logró la mejor expresión del canon revolucionario.
Años más tarde, los “libros de texto” oficiales para las escuelas primarias y en materia de historia mexicana, no servirían otra cosa a las mentes de los jóvenes mexicanos que un canon post revolucionario puesto al día cada sexenio. Cuando el autoritarismo post revolucionario alcanzó su madurez en la segunda mitad del siglo XX, coincidió con la primera gran oleada de historiadores profesionales, que justamente por serlo ya no se prestaron o siquiera se interesaron en elaborar una “gran visión” de la historia al estilo de las anteriores. Y a partir del 68, los opositores del “Partido de Estado”, usando precisamente los instrumentos de la “historia científica”, cuestionaron sistemáticamente lo que quedaba de la interpretación oficial del pasado.
El Pasado como Política Presente.- En un ensayo de hace más de dos decenios —en Carlos Pereyra et. al., Historia ¿para qué?, (México: Siglo XXI, 1980)— Enrique Florescano señaló: “la reconstrucción del pasado es una operación que se hace a partir del presente, los intereses de los hombres que deciden y gobiernan ese presente intervienen en la recuperación del pasado... la recuperación del pasado, antes que científica ha sido primordialmente política: Una incorporación intencionada y selectiva del pasado lejano e inmediato, adecuada a los intereses del presente para juntos modelarlo y obrar sobre el porvenir”. La reconstrucción del pasado como una totalidad que justifica y legitima el presente, ha funcionado mejor en situaciones de estabilidad y de control de los hilos que forman la trama del proceso político, económico y cultural. Pero cuando ese poder pierde fuerza y es desafiado con más o menos éxito, entonces más temprano que tarde aparece una visión histórica alternativa -antagónica—, que busca, a la vez, derrumbar la legitimidad vigente y crear otra, basada en una nueva interpretación de lo que ya sucedió.
El Pasado ya no es lo que era.- El relato que usa al ayer para entender y justificar el presente sufrió un cambio radical a partir del siglo XIX, cuando apareció el estudio “científico” de la realidad histórica y las acciones humanas perdieron su sentido sobrenatural. Pero la intención política de su interpretación, persistió e incluso se agudizó. Así, el tipo de historia que se hizo, por ejemplo, en la Unión Soviética, fue una manipulación extrema del dato histórico para presentar como inevitable la Revolución de 1917 o el Estalinismo.
En la actualidad, el uso de la historia no ha sido tan burdo como en los totalitarismos, pero en todos lados se dio y se sigue dando. Hoy, en las sociedades abiertas, la narración del pasado que explica y justifica una realidad presente, tiene que vérselas con otras narrativas que la ponen en duda en sus propios términos. Y en muchas sociedades actuales, incluyendo a la nuestra, conviven en pugna varias interpretaciones, generalmente parciales, sobre lo que “realmente ocurrió” y cómo esos acontecimientos explican el presente y condicionan el futuro. Es difícil suponer que el nuevo régimen mexicano, el que se ha empezado a construir a partir del 2000, pueda elaborar un canon histórico similar a los anteriores, pero es muy probable que cuando se consolide -si es que se consolida- lo intente. Sin embargo, el pluralismo democrático y la profesionalización del quehacer histórico permiten suponer que su pretensión y alcance serán, en comparación con el pasado, modestos y limitados, y siempre habrá quiénes lo cuestionen. Desde la perspectiva de la libertad, no es esa una mala posibilidad.