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Las laguneras opinan.../¿Estás con ellos, Max?

Laura Orellana Trinidad

Si los edificios tienen alma, entonces todos los cines de la Comarca Lagunera — aquéllos de los que quedan sólo algunas piedras o sus cascarones, hasta los más nuevos y modernos— deben haber llorado mucho la muerte de Max, porque sin duda fue siempre su más asiduo visitante. El mismo vio languidecer y expirar a muchos, muchísimos: el Dorado, Princesa, Modelo, Cinelandia, Nazas, Magaly, Variedades, Cinelena, Palacio, Unión, López, Autocinema Estadio, Comarca 2000, Comarca 2001, Roma, Centauro, Torreón, Buñuel, los Géminis... y ya no se enteró en estos terruños, pero ayer cerraron los Multimax de la Diagonal, por “remodelación”. Le gustaban sobre todo los enormes, por populares y se quejaba constantemente de que con los precios actuales, el cine se había convertido elitista.

Fue un hombre al que todo mundo conocía por su pasión, su pasión por ese conglomerado mágico y misterioso de imágenes y sonidos capaces de producir en sus humildes espectadores y en tan sólo dos horas, los sentimientos humanos más profundos: odio, amor, miedo, angustia, tristeza y de hacerlo visible mediante el llanto o la risa. Era un enamorado del invento de Lumiére. Comía cine, respiraba cine. Hace apenas unos dos meses les dio una entrevista a unos estudiantes de Comunicación y subrayó que las historias en pantalla eran para él “mucho más que gusto, afición o algo así... eran parte sustancial de la vida, como un buen alimento... vamos, casi como respirar... ”.

Con su excelente sentido del humor afirmaba que hasta su nombre era cinematográfico, ya que hubo una película llamada Mi amigo, Max, sólo que éste, era un chango... quién sabe, yo nunca la vi. Luego alegaba que él mismo inventaba sus anécdotas.

Medio mundo comarcano lo conoció en las aulas o en las salas de cine. Saludaba a los porteros, taquilleras, cácaros y propietarios, como si fueran de la familia y es que ahí se encontraba como pez en el agua. Seguramente, cuando se hacían inventarios en las salas cinematográficas, incluían a Max.

Yo lo conocí a mis 17, en un período de venturosos encuentros. Dos muchachos preparatorianos, aficionados al cine, organizaron un cine club en la escuela. Necesitaban ayuda y una amiga y yo nos inscribimos. La fortuna quiso que con ese grupo descubriera el cine y a Sergio, mi compañero de vida desde entonces. A los cuatro nos contactaron con Max, quien entonces tenía un negocio de renta de películas, en un local sobre la Allende, a una cuadra de la Alameda.

Era un placer visitarlo. Se sentaba durante horas —porque él siempre tenía tiempo— a platicarnos películas, nos recomendaba algunas para pasarlas. Época aquélla en que no había videocaseteras ni devedés y se tenía que alquilar el aparatote y las latas con los rollos. Entre otras nos rentó una que le fascinaba: Butch Cassidy and the Sundance Kid, que por primera vez vio como relleno en el cine Dorado. Max debe haberse alegrado mucho al ver al director de esa estupenda película, George Roy Hill, acompañándolo en su travesía final: falleció sólo unas horas después que nuestro entrañable lagunero.

Max no se parecía en nada a los críticos de cine, tan solemnes y dictadores de la última palabra sobre el montaje, el sonido, el guión, los personajes y los efectos. Era un anti-académico, un anti-intelectual. Le gustaba todo el cine, todo. No había película a la que no le encontrara algún detalle significativo, pero manifestaba un entusiasmo desbordante por las películas de Frank Capra, especialmente It´s a wonderful life, clásica ya del período navideño. Quizá se sentía identificado con el banquero, tan magnánimo y optimista, así era él.

Contaba que en su casa era imposible caminar porque estaba llena de recortes de periódicos, revistas, libros sobre cine y películas. Siempre generoso, se prestaba a bucear sobre su océano personal para rastrear un ensayo sobre algún director, una película que no se encontraba por ningún lado, una revista antigua. Hace apenas dos meses, después de buscar por diversos institutos cinematográficos El libro negro del cine mexicano –un texto de 1960 y con poca difusión— lo encontramos por fin en la UNAM, pero con la restricción de no fotocopiarlo. Max lo tenía.

En apenas 20 días de ausencia, me he topado con muchos de sus innumerables ex alumnos y cuentan algo de su profe: fue quien me metió el “gusanito” del cine; compré el Ciudadano Kane después de que la vimos con él; hasta los más “burros” les gustaba su clase; me facilitó una película, un artículo de tal director y un largo etcétera.

Hoy Max está con ellos. En charlas eternas con Buñuel, Hitckcock, Capra y muchos más. Claro, también con Roy Hill, su compañero de viaje y con nosotros, actores todavía, contagiados de su enorme pasión. Descansa en paz, Max.

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