Las turbulencias y el desorden en el ámbito público, suelen ir acompañados por un fortalecimiento en el resguardo privado, íntimo. Por ello, la Revolución Francesa dio un gran impulso a las relaciones afectivas entre la familia y una atención prioritaria a los niños, mismos que en siglos anteriores no ocupaban un lugar significativo hasta llegar a ser “mayores”. La historiadora Anne Martin-Fugier recoge el comentario aparecido en un periódico en Francia, más de medio siglo después de los conflictos, ya en 1849: “Las alegrías de la familia son el único lugar y la única felicidad que las revoluciones no pueden arrebatarnos jamás”. De ahí que los rituales vitales para este núcleo, fueron apareciendo y han llegado hasta nuestros días intentando cumplir la misma función: la renovación del afecto entre los miembros de la familia, el fortalecimiento del sentimiento de unión, de seguridad ante los embates del exterior. Aunque, como bien sabemos, la época contemporánea ha logrado usurpar en gran medida la idea del aprecio, con la del comercio.
El pino de Navidad, los nacimientos, el aguinaldo, Papá Noel (alias Santa Claus), las posadas y el intercambio de regalos, fueron elementos que se generaron durante los siglos XVIII y XIX en diversos países y fueron dispersándose y siendo adoptados y readaptados por otros.
El árbol de Navidad, por ejemplo, proviene de los países escandinavos y primero fue exportado a Alemania, en donde no se popularizó sino hasta comienzos del siglo XIX y sólo hacia mediados de ese mismo siglo fue introducido a Inglaterra y Francia. Resultaría interesante saber cuándo hizo su arribo a México, pero es posible que haya sido vía los Estados Unidos y quizá de Francia en la época porifirista.
El caso de Papá Noel es significativo, ya que la fiesta San Nicolás es el seis de diciembre (en Austria es un santo muy celebrado en esa fecha, aún hoy en día) y según Martin-Fugier fue asociándose al nacimiento de Jesús; aunque en realidad, el santo no tiene relación con este evento. Como sabemos, Papá Noel pasó el Atlántico y se convirtió en Santa Claus con todo su ropaje mercantilista. En sus inicios, era un personaje que dejaba regalos extremadamente sencillos a los niños que se portaban bien. Tal parece que causaba más placer la emoción de la expectativa, que el obsequio mismo. Asombra conocer el relato de George Sand, a través de la historiadora citada, quien en un relato autobiográfico narra su experiencia a los seis años, es decir, en 1810: “Una cosa que no he olvidado es la creencia absoluta que yo tenía en el descenso por la chimenea de Papá Noel, un viejecito de barba blanca, que, a medianoche, vendría a depositar en mis zapatitos un regalo con el que me encontraría al despertar (...) ¡Qué increíbles esfuerzos no haría yo a fin de no dormirme antes de la aparición del viejecito! (...) y a la mañana siguiente, mi primera mirada era para mi zapato, junto al hogar. Yo corría descalza a apoderarme de mi tesoro. Nunca se trataba de regalos magníficos. Era un obsequio modesto, una naranja o simplemente una preciosa manzana roja. Pero me parecía algo tan maravilloso que apenas si me atrevía a comérmela”. No obstante, un siglo después, el osito Teddy (americano) y el Martin (francés) se habían institucionalizado como un regalo típico para los niños.
En cuanto a nuestras tradiciones, vale la pena reproducir un fragmento de una epístola de Madame Calderón de la Barca, esposa del primer ministro plenipotenciario de España en México, publicada en su famoso libro, La vida en México, en el que recogió su propia correspondencia enviada a familiares en los Estados Unidos, durante su estancia en México entre 1839 y 1841. Su descripción de una posada es impresionante, debido a la fidelidad con la que hemos seguido reproduciéndola durante más de siglo y medio. El 25 de diciembre de 1840 escribió: “Esta es la última noche de las llamadas Posadas; una curiosa mezcla de devoción y esparcimiento, pero un cuadro muy tierno (...) La Peregrinación de la Sagrada Familia se representa por ocho días y parece más bien que se hace a la intención de los niños que con fines de más seriedad (...) A cada una de las señoras le fue puesta en la mano una velita encendida y se organizó una procesión, que recorrió los corredores de la casa cuyas paredes estaban adornadas con siemprevivas y farolitos y todos los concurrentes cantaban las Letanías (...) La procesión se detuvo por último delante de una puerta y una lluvia de fuegos de bengala cayó sobre nuestras cabezas, para figurar, me imagino, el descendimiento de los ángeles, pues aparecieron unas jóvenes vestidas de pastores como los que guardaban en la noche sus rebaños en las planicies de Belén. Unas voces, que se suponían de María y José, entonaron un cántico pidiendo posada, porque, decían, la noche era fría y oscura, pedían albergue por esa noche. Cantaron los de adentro negándoles la posada. Otra vez imploraron los de afuera (...) las puertas se abrieron de par en par y la Sagrada Familia entró cantando. En el interior se contemplaba una bellísima escena: un Nacimiento. En unas tarimas alrededor del aposento, cubiertas de heno, se habían dispuesto figuras de cera formando escenas que representan, generalmente pasajes de diversas partes del Nuevo Testamento, aun cuando algunas veces empiezan con Adán y Eva en el Paraíso (...) Un padre tomó al niño de los brazos del ángel y lo puso en la cuna, con lo que se dio fin a la Posada. Regresamos a la sala, ángeles, pastores y demás invitados y hubo baile hasta la hora de cenar. La cena fue un alarde de dulces y pasteles. Hoy, con excepción de que en todas las iglesias hay oficios, no se nota que se celebre la Navidad de una manera especial”.
Nuestra Navidad se ha construido por rituales de orígenes diversos y de significados incluso, distintos, pero todos aseguran la continuidad del tiempo y elaboran la construcción de la nostalgia de aquello que se ha repetido por generaciones, de lo que hicieron los abuelos de nuestros abuelos. El placer de la Navidad comienza desde mucho antes del 25 de diciembre y no termina, porque el ritual lo convierte en recuerdo.