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Las laguneras opinan/La guerra y el síndrome del corazón agotado

Laura Orellana Trinidad

Ya casi llegando a los ochenta, muchos campesinos y artesanos franceses todavía recordaban en sus sueños los horrores de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que habían pasado más de tres décadas de su conclusión. Se evocaba el hambre y el miedo a la muerte como en los siguientes ejemplos: “Los alemanes nos apuntan con una lámpara o se esconden bajo las camas. Nos hacen correr por el patio para fusilarnos mientras marchamos... entonces caigo de rodillas. El soldado disparó y yo vi caer una tira de papel blanco, que debía ser una bala, por lo que he gritado: no estoy muerta”; “Me veo durante la guerra. Hay tropas de ocupación. Tengo hambre, y entonces logro procurarme un puerco y lo llevo a la casa. Allí organizo una gran fiesta con todos mis amigos, que no son los que tenía durante la guerra sino aquellos que conocí después”; “En sueños, vuelvo a ver a mi madre. Me dice que ya no queda nada de comer porque no pudo conseguir cartilla. Voy a las tiendas y robo todos los bombones que puedo encontrar. Los engullo corriendo por las calles”.

Soñar con episodios traumáticos es quizá una de las reacciones más “benignas” del conocido Trastorno de Estrés Postraumático —llamado también neurosis de guerra, fatiga de batalla, corazón agotado, neurosis de trinchera, agotamiento de combate o síndrome de Vietnam— pues otras que se presentan son irritabilidad, agresividad, pérdida de interés, aislamiento, ataques de pánico, depresión, ira y conductas extremas de miedo. Según los estudiosos del tema, el 50 por ciento de las personas que desarrollan estrés postraumático padecerán sus efectos por décadas de no mediar tratamiento.

Resulta casi increíble que a pesar de que el siglo XX se caracterizó por las grandes guerras en el mundo –las llamadas mundiales, de Vietnam y del Golfo- así como la intensa militarización en países centro y sudamericanos con sus terribles consecuencias para la población civil, apenas se haya reconocido como una enfermedad por la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) hasta 1980. Fue precisamente con algunos hechos que protagonizaron los norteamericanos participantes en Vietnam, en donde pudieron notarse estas características de una manera más clara. Así pues, el conocimiento sobre las marcas aparentemente invisibles que estas situaciones provocan en las personas y en las colectividades, recién está comenzando.

Sin embargo, las pocas experiencias y estudios indican que todos los involucrados en las guerras sufren, aunque definitivamente los depositarios de los males fratricidas son las víctimas, especialmente los pobres. Pero los victimarios no están exentos de ello y las consecuencias sociales en las próximas generaciones podrían ser terribles.

El caso de Claude R. Eatherly es revelador: El seis de agosto de 1945 fue el encargado de confirmar que el cielo de Hiroshima estaba despejado para que un segundo avión nivelara la ciudad a ras del suelo, cremando instantáneamente a 92,000 personas. Al parecer, después de contemplar el gran hongo sobre la ciudad japonesa, sufrió una dramática transformación: Guardó silencio por varios días y cuando regresó a los Estados Unidos rechazó ser vitoreado como héroe. Se sabe que enviaba constantemente cheques a Hiroshima con notas de exculpación e intentó suicidarse. Visitaba con frecuencia tribunales, donde exigía ser tratado como asesino de miles de personas. Aunque seguramente sufría de trastornos psíquicos (estas razones lo llevaron a un hospital psiquiátrico militar), el filósofo Günther Anders, con el que sostuvo correspondencia, afirmaba que la naturaleza del daño de Eatherly no era mental, sino moral. Confiado en el poder terapéutico del arrepentimiento, Anders le propuso un gesto simbólico: enviar un mensaje a las víctimas en el que dijera: “No más Hiroschimas”.

Por su parte, Dan Bar-On, un eminente psicólogo israelí, publicó en su libro El peso del silencio, un análisis de las entrevistas que sostuvo con hijos de criminales nazis, quienes asumieron la terrible herencia de múltiples formas: Algunos buscaron ser lo contrario del padre, para “lavar su culpa”; otros desearon convertir en un infierno la vida de sus padres para tomar sobre sus espaldas la justicia que fue demasiado generosa con ellos o la desilusión por no haber estado sus progenitores a la altura de lo que se podía haber esperado –por lo menos que mostraran arrepentimiento; decidieron desimplicarse del asunto: “yo nací después” o bien se identificaron con algún rasgo connotado del padre. De una u otra manera no han podido vivir su vida en tranquilidad: El peso de la responsabilidad, ya sea para asumirla o exculparse, está ahí siempre presente.

La reconstrucción de las devastadas ciudades europeas durante la Segunda Guerra Mundial o el nuevo proyecto arquitectónico que suplirá a las torres gemelas en la Zona Cero de Nueva York no es una manifestación de la recuperación psíquica o espiritual de quienes han sufrido de un bando u otro. La violencia deja cicatrices en lo más hondo de las personas, muy difíciles de extirpar. En las guerras no existe venganza, como lo subraya George W. Bush, todos los involucrados sufren. Por ello, la sociedad norteamericana debería sumarse a las voces de todo el mundo con un rotundo “No a la guerra”, a riesgo de perder aún más su tranquilidad y estabilidad emocional.

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